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TRAVESÍAS

Antonio Muñoz Molina

Lecciones de misantropía Agotado de tanto indignarse, me nos vencido por la hostilidad del mundo que por su instinto personal de ' animadversión, el misántropo agarra enérgicamente el asa de su maleta y se marcha diciendo adiós de cualquier manera, furioso, aliviado, roto por dentro sin la menor concesión sentimental, con esa inhabilidad para despedirse que suelen padecer las . personas impulsivas y tímidas. El misántropo se marcha pisando con violencia la tarima hueca del escenario, saltando al patio de butacas y de sapareciendo con su maleta y su. traje de ahora y su coleta del siglo XVIII por el pasillo central del teatro de la Comedia, huyendo hacia la salida mientras el público se pone en *pie para aplaudirle, como si celebraran no sólo la in terpretación magnífica del actor, Carlos Hipólito, sino también la decisión radical del personal, el punto final del portazo, el "no" seco y definitivo de quien ya no aguanta más. En el teatro, igual que en la música, la presencia del autor y la de los intérpretes se superponen en el tiempo cómo máscaras sucesivas en un sarcófago egipcio: la rabia del misántropo, dice el programa de mano, es la rabia personal de Molière en la época en que escribió esa comedia, pero parece imposible que Carlos Hipólito pueda repetir las palabras y los gestos de Molière sin contagiarse de ellos, sin convertirse en ese hombre que ya no tiene fuerzas para mentir ni para transigir y decide que sólo marchándose será capaz de conservar la dignidad y a razón. Viendo El misántropo una de estas noches lluviosas de enero en el teatro de la Comedia, yo quería imaginarme cómo lo interpretaría el propio Molière, en qué medida al proferir sus diatribas antisociales en suntuosos alejandrinos franceses sentiría que insultaba o desafiaba al público de cortesanos empolvados y empelucados que tenía delante. También él querría romper con todo y marcharse, decir adiós Cruzando el patio de butacas, saliendo no sólo de la representación, sino del teatro, del gran teatro del mundo.

Me cuentan que en ese adiós final del misántropo Alcestes se esconde también, para quien quiera o sepa verlo, el adiós del director de la comedia y de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, Adolfo Marsillach. Las palabras y los ademanes de la despedida son únicos, pero se multiplican en resonancias de otras despedidas que de algún modo ya estaban implícitas en la comedia cuando se escribió, del mismo modo que los arrebatos de a música que oímos en una sala de concierto están en una partitura manuscrita del siglo XIX. La misantropía personal de Molière, la de su personaje, la del actor Carlos Hipólito, la de Adolfo Marsillach, despierta ahora mis mo en cada uno de nosotros su propia misantropía íntima, sus ganas no siempre apaciguadas de romper con toda la maraña de los compromisos, de los sobreentendidos, de las representaciones, de no seguir tolerando el espectáculo diario de lo intolerable.

No hay nadie que no sueñe con alguna frecuencia en la severa heroicidad de una retirada. El latín lapidario del beatus ille de Horacio se nos transmite a nosotros en la hermosa resonancia castellana de Fray Luis, y nos gusta imaginar que escogemos "la escondida senda", que nos apartamos, sin rencor oculto ni aspavientos de drama, a una vida más serena y más verdadera, austera, ilustrada, sin otra compañía que la de los afectados más estrechos, como la vida que atribuye Cervantes en el Quijote a su Caballero del Verde Gabán, que es uno de los personajes más atractivos y misteriosos del Iibro, precisamente porque parece carecer de cualquier misterio, incluso de toda utilidad narrativa: tan, sólo es un sueño de Cervantes, la expresión de un deseo que para él, maltratado siempre por el infortunio, era más impracticable que la gloria caballeresca para don Quijote.

La misantropía tranquila, cultivada y aldeana del Caballero del Verde Gabán nos recuerda mucho la del señor de Montaigne, que se había apartado del mundanal ruido para dedicarse nada más que a leer y a escribir en la comodidad de su torreón poblado de libros. En otra torre, la de Juan Abad, en un paisaje no de prósperos verdores de agricultura francesa, sino de secano español, cobijaba su misantropía don Francisco de Quevedo, huyendo de la fetidez de los callejones de Madrid y de las conspiraciones y las trivialidades asfixiantes de la corte. Pero su retiro, como el de tantos otros misántropos deslenguados, se le convirtió en cárcel, y lo que era huida voluntaria acabó en asedio y persecución, que es donde acaba casi siempre la misantropía de quienes no tienen la astucia de ocultar el grado de su arrogancia o de su disidencia, ni los medios para ponerse a salvo de la agresividad de los ofendidos por ellas.

Michel de Montaigne, Fray Luis de León y el Caballero del Verde Gabán, pertenecen a la estirpe de los misántropos apacibles: el Alcestes de Molière, igual que don Francisco de Quevedo, que Pascual y Kierkegaard, es un misántropo irascible, combativo, cegado. a veces por la arrogancia de su propia lucidez, a punto siempre de convertir la disidencia en doctinarismo, en el temible maximalismo de la sinceridad a toda costa.

Tan peligrosa como los corruptos pueden ser los fflexiblemente puros. A la rigidez de mandíbulas apretadas de Carlos Hipólito, Adriana Ozores le contrapone en cada escena una frivolidad sutil de porcelana rococó. En el teatro de la Comedia, El misántropo es una invitación a la claridad enmedio de las convulsiones y las palabrerías de ahora mismo y una fiesta absoluta para los sentidos en la que intervienen por igual la naturalidad solemne de la traducción de Fernando Savater, el talento de los actores, la nitidez y la fuerza de sus voces, el esplendor de los vestidos y de las pelucas que llevan, la transparente eficacia de la puesta en escena, el radicalismo del punto final. Cuando Carlos Hipólito toma la maleta y salta del escenario para romper con todo, cortando el aire con la pura energía de su decisión, a uno, aunque no quiera, se le pone un nudo en la garganta, y los aplausos finales resuenan en el teatro con una fuerza de rabia y de solidaridad. Tal como están los tiempos, la misantropía ya no es un rasgo de carácter, se nos va convirtiendo en una postura política.

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