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Equilibrio de pros y contras

Incapaz de hacer que reacciona sacudiéndose a los protagonistas de los escándalos, se parece el partido socialista a un elefante con las cuatro patas enyesadas. En cambio, el PP se proyecta sobre la sociedad con prudencia y agilidad, como un felino hambriento que en su lucha por la supervivencia no tiene otra alternativa que hincarle los colmillos al poder que barrunta huidizo. En contraste, José María Aznar da la impresión de ser un aparatchik, el amo de la organización que se ha encaramado al asiento del líder para llenar el hueco de su ausencia. Sabrá mandar y apartar al díscolo, qué duda cabe, pero su cabeza de estadista no asoma por ningún lado, y cuanto más intenta imitar lo que no es, más consigue convencer de que es una imitación. La ancha sombra de Felipe González contribuye a destacar una diferencia de talla personal que se constituye casi en la única baza del PSOE, un partido medio paralítico y sin propósito de enmienda, insistamos, que apenas acierta a rezar: "virgencita de La Moncloa, haz que me quede como estoy". Si Aznar y González fueran equiparables, el PP se llevaría las elecciones de calle. Sin los escándalos y su explotación política, grosera pero eficaz, ganaría el PSOE. Si se tratara de unas presidenciales a la manera francesa, el actual jefe del Ejecutivo contaría con bastantes posibilidades de ser reelegido, incluso a pesar de los escándalos.Es comprensible, pues, que, faltos de una opción de centro al estilo de los liberales alemanes, muchos ciudadanos tengan dificultades para decidir su voto. Pasar de una vez la asignatura de la alternancia sería lo normal, pero el PP despierta serias dudas cuando no temores fundamentados. Los socialistas han acumulado méritos sobrados para pasar a la oposición, pero también los populares y su tremebunda cohorte mediática merecen quedarse donde están, a ver si aprenden a presentar alternativas viables además de cebarse en la porquería de los otros, además de fomentar discordias territoriales desde la más estricta irresponsabilidad partidista. La sociedad española tiene motivos históricos para desconfiar de su derecha, pero hasta que no mande la derecha, ésta no será una democracia normal. El partido de la derecha ha dado algunos pasos importantes para quitarse de encima la carga del pasado. Siendo tanto o más inculto, por lo menos su núcleo dirigente visible, es mucho menos ideológico, más tecnocrático y pragmático, acepta bien el autonomismo, aunque no las consecuencias de la pluralidad. Pero le sigue asomando la mueca del tic autoritario secular tras la sonrisa forzada. Los líderes del Clan de Valladolid, empezando por Aznar, estarán bien asesorados en marketing -pegar sólo donde duela con la máxima saña, escurrir siempre el bulto de lado para no ser pillados huyendo, disfrazarse otra vez de centro-, pero desconocen la ironía, el matiz, la polisemia y la ductilidad de la gama de los grises. Su mejor virtud es la inseguridad con la que se enfrentan al propio programa, la impresión que dan de estar dispuestos a ir a rastras de la opinión (veremos si la pública o la publicada en sus periódicos).

Es bien conocida la creciente desafección de las sociedades hacia la esfera política, pero como no hay modo de cambiar la usando la papeleta de voto, se acepta mal que bien el juego, castigando al que manda en señal de protesta. Así, en los países de nuestro entorno occidental, suele ganar las elecciones la oposición, por el simple hecho de serlo, con la única condición que no despierte miedo ni entre los desafectos de la clase política ni en las capas centristas del electorado, que son las que deciden las alternancias. Esa observación sobre el temor a la alternativa contribuye a explicar situaciones de eternización en el poder de un mismo partido, como las de la Italia del pentapartido o las de Alemania, España y el Reino Unido. En la campaña del 93, González ganó contra pronóstico, en buena parte porque metió miedo hacia el PP con el asunto de las pensiones. Fue injusto y demagógico, pero dio resultado.

Ahora, por su estilo en la oposición, el PP despierta más recelo que en el 93. Pero el PSOE está mucho más desacreditado que entonces. La derecha representa lo nuevo y los socialistas un pasado en el que las sombras impiden ver las luces. Los populares estarían en condiciones de emprender reformas estructurales e introducir la libre competencia entre profesionales, farmacéuticos, gasolineras y una retahíla de sectores privilegiados por normativas desfasadas, pero nadie sabe si piensan hacerlo. El PSOE cuenta en su haber con una probada capacidad de redistribución de la riqueza que, además, se va conjugando con los objetivos de Maastricht. ¿Son las vísperas del examen europeo el momento idóneo para cambiar de entrenador, o mejor esperar a principios de curso? Parece que en esta legislatura han descendido mucho o bastante los niveles de corrupción, aunque cualquiera lo pregona. Como es cierto también, aunque tampoco se pueda decir, que el actuales, tomados los ministros uno a uno, el mejor de los gobiernos de González.

¿Qué decidir? Volvemos a las mismas. ¿Alargar el lío de la crispación, traicionar la exigencia de limpieza medio perdonando a Felipe los escándalos y la ausencia de renovación, a cambio de las sólidas expectativas que ofrece de europeísmo con cohesión social? ¿Pasar cuanto antes la asignatura de la alternancia, a ver si las responsabilidades de gobierno le sientan mejor a Aznar que su rudeza opositora? Conflicto equilibrado entre razones. El PSOE huele a huevos podridos y el PP al aceite de hígado de bacalao que se obligaba a tomar a los niños de la posguerra.

Lo más probable, lo lógico y previsible, es que acabe mandando la tendencia favorable al PP que tan claramente ha hablado en las urnas de las últimas convocatorias y se. percibe en todos los sondeos. Razón de más para que los indecisos se lo piensen dos veces y, recurran al voto últil, si les resulta imposible el voto consecuente. En cualquier caso, si en el 93 ya no era fácil votar con entusiasmo, en el 96 habrá algo de rabia contenida y bastante perplejidad en millones de votos, Votos muy calibrados pero resignados, sin convencimiento ni exigencia ya, plenamente occidentales. Demasiado para un país que sólo cuenta con las tres cuartas partes del PIB medio europeo per capita. La democracia española ha, envejecido rápido. Tanto que los ciudadanos no pueden fiarse de la política como elemento dinamizador del fuerte tirón de crecimiento imprescindible para superar la diferencia, lo único de veras necesario para ser de una puñetera vez europeos de primera.Xavier Bru de Sala es escritor.

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