Presuntos genocidas en Butare
En una lúgubre habitación de cuatro metros cuadrados en los calabozos de la gendarmería de Butare asoman entre tinieblas los ojos de 30 prisioneros apretados en el suelo como ratas en una alcantarilla. Vecinos, compañeros de clase o incluso familiares los han acusado de ser genocidas. Casi todos son jóvenes. Algunos rozan los 50 años. También hay un niño de 15. Veinte meses después de la orgía de machetazos, las denuncias les han sorprendido. Ahora esperan a que los liberen o los lleven a la prisión_central. Pero, por mucha vehemencia que hayan puesto en asegurar su inocencia, ninguno alberga esperanzas.Bernard Ntaganda, estudiante de Derecho en Butare, se decide a hablar: "Aquí no existe la presunción de inocencia, sino la de culpabilidad. A mí me denuncio un compañero de clase al que le caía mal". "Si se demuestra que eres inocente saldrás, no te preocupes", le contesta un soldado.
Alexis Hakizimana, asistente médico, de Huye, es el que más tiempo lleva en el cachot, tres meses. Le acusan de haber entregado a las milicias hutus los hijos del burgomaestre de Butare, que fueron asesinados. André Uwizeyimana, guardián de una oficina del ACNUR (Alto Comisionado de la ONU, para los Refugiados) hasta que hace dos semanas lo- denunció una vecina, se hace una bola sobre el suelo cómo un contorsionista, "Mira, así dormimos". El hacinamiento sirve de noche de calefacción. Durante el día, asados, juegan a las cartas. La comida corre por cuenta de las familias. Solidarios, la comparten con el que no tiene a nadie. La ventana es como un milagro abierto en la pared.
Cárceles infernales
En comparación con las infernales cárceles de Gitarama o Kigali, los calabozos sin aire de las comunas rurales o los centros de detención en campos militares y universidades, a los que no tienen acceso los agentes de derechos humanos de la ONU, este pozo es un privilegio. "Un médico nos visita tres veces por semana, casi sin medicinas. Nos dejan ir al retrete cuatro veces diarias, y lavarnos por la mañana en una pila de agua. Salimos al patio tres veces, media hora, y vemos de vez en cuando a la familia unos minutos. Bueno, la verdad es que no me quejo", dice conciliador Bernard, mirando a su vez a los guardianes.
"Sí", añade Nepomucène Nshimiyimana, de 20 años, de Gikongoro, "en el calabozo de Runyinya, los soldados nos daban bastonazos todo el tiempo, aquí ya no". "¡Venga ya! Sería algo aislado... ", le reprende otro guardián. "No", dice, "nos formaban en fila y todos los soldados nos daban bastonazos en los tobillos y los brazos".
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