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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Ridículo sangriento

LOS GIGANTES con pies de barro que intentan ocultar sus debilidades y falta de rumbo con grandes gestos enérgicos o manifestaciones de fuerza descarrilan no pocas veces al ridículo. No es otra cosa lo que le ha sucedido al presidente ruso, Borís Yeltsin, al decidir abrir su campaña para las elecciones presidenciales de: junio con una operación de exterminio contra el comando checheno y sus rehenes en el remoto pueblo de Pervomáiskoie, en la frontera de Dagruestán con Chechenia.Cuando un Gobierno lanza una operación tan exenta de toda consideración humanitaria como la que acabó con decenas de muertos en aquella aldea, acumula tantas mentiras que al final no le queda otra salida que reconocer la fuga de los principales jefes del comando checheno y la muerte de un elevado número de rehenes. Al error político, si no delito de lesa humanidad, se suma así el escarnio. La falta de respeto de Yeltsin por la vida de sus enemigos y de los rehenes no exime de responsabilidades a los guerrilleros chechenos o a cuantos recurren al terrorismo como forma de guerra. Ayer mismo, simpatizantes de la causa chechena que habían secuestrado un buque turco se rindieron a las autoridades de Ankara. Pero un Estado que quiere reclamarse de derecho y civilizado no puede equiparar sus métodos a los de grupos de desesperados dedicados por tradición al bandidismo.

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Por desgracia, la tragedia de Pervomáiskoie no es sino un síntoma más de todo un alarmante cuadro de cambios en la política del presidente Borís Yeltsin, como lo son también el nombramiento de Yevgueni Primakov como ministro de Asuntos Exteriores y del duro Nikolái Yegórov como responsable de la Administración presidencial. Como lo son los ceses de Anatoli Chubáis, el padre del programa de privatización, como vicejefe de Gobierno, y de Andréi Kózirev con ministro de Exteriores.

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Todas estas acciones le devuelven a Rusia los rasgos orientales que desde la era Gorbachov habían sido disimulados. Pero no consolidan al Estado ruso como sistema coherente y funcional. Todo ello emana de una lógica coyuntural del presidente Yeltsin, dictada por sus ambiciones políticas y torpes reflejos de autoprotección. El asalto de Pervomáiskoie por las fuerzas federales ha sido un nuevo alarde de chapucería e incapacidad de un Ejército otrora temido, como lo fueron el ataque a la sede del Parlamento ruso en octubre de 1993, el intento de conquistar Grozni en diciembre de 1994 o el de resolver por la fuerza la similar toma de rehenes en Budiónnovsk en junio pasado.

Parte de los guerrilleros chechenos lograron huir, y una parte considerable de los rehenes se salvó de puro milagro. Moscú parece haber decidido que sus problemas en el Cáucaso son sólo militares, lo que augura cada vez más problemas y menos capacidad política para resolverlos. Puede que Yeltsin mejore su situación transitoriamente, pero Rusia se hunde lentamente en un pantano, político y militar en el Cáucaso que puede convertirse en el obstáculo definitivo e insuperable en sus cada vez más sofocados intentos por convertirse en un Estado moderno y una sociedad abierta.

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