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Violencia política

Efe, 21 de febrero de 1989: "Como resultado de las conversaciones de Argel, y tras los intensos contactos mantenidos en las últimas semanas entre el PNV y ETA, la organización terrorista ha anunciado esta mañana, en un despacho emitido desde París, que abandonará definitivamente las armas. Todos los partidos políticos del arco parlamentario han recibido la noticia con satisfacción. El Gobierno ha anunciado que a partir de la próxima semana se dictarán las normas para poner en práctica las acciones de gracia acordadas acerca de los etarras en prisión".La ucronía es siempre un intento con sabor nostálgico, aquel que se deriva del recorrido imaginario sobre el camino de "lo que pudo ser y no fue". Sin embargo, en este caso puede tener algún valor pedagógico, probablemente útil a la reflexión política.

Hanna Arendt ha dejado escrito que la violencia no está dotada del don de la palabra y, por tanto, su acción no tiene cabida en la democracia ni tampoco, strictu sensu, en la política. Dicho de otra forma: el aceite de la violencia flota, pero no se mezcla con el agua de la- actividad democrática. La frase de Clausewitz según la cual "la guerra es la continuación de la política por otros medios" no tiene cabida dentro del pensamiento democrático. La guerra es otra cosa, pero no es política.

Pero que la violencia no forme parte de la política no quiere decir que aquélla no haya sido muchas veces, para desgracia de la humanidad, la "partera de la historia". En todo caso, la violencia presiona e influye sobre la política. La violencia terrorista, también. Para empezar, ha ocupado y ocupa un espacio sobresaliente en el mundo mediático español. Hasta tal punto que no menos del 20% del espacio y el tiempo físico dedicados por los medios a la política está ocupado por noticias y comentarios relacionados con el terrorismo.

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El primer deber de los demócratas, enfrentados a la violencia terrorista, debería ser precisamente intentar que la violencia no influya, o influya lo menos posible, en la política. Levantar una muralla, cuanto más sólida mejor, entre la acción de los violentos y el discurrir de la vida política es obligación de los demócratas. Y aquí es donde aparece la ucronía propuesta.

Si ETA hubiera dejado de matar en 1989, como muchos pensaban que era probable en aquellas fechas, ningún preso de ETA estaría actualmente en la cárcel, y sólo desde el cinismo podría negarse este aserto. ¿Tendría algún sentido, en tal caso, hablar de los GAL? Evidentemente, no. Y si ésta es la conclusión a la que conduce cualquier lógica, ¿por qué razón se mantiene un tan crispado debate jurídico-político?

Así como los GAL no se hubieran producido de no haber existido previamente la violencia etarra, del mismo modo el aprovechamiento político-mediático de este penoso escándalo no hubiera tenido lugar sin el soporte fáctico de la contumacia en el asesinato por parte de la banda terrorista. La resurrección de los GAL, como proceso judicial, no sólo está plagada de intenciones aviesas, propias del peor oportunismo político, también de opacidades que cuando sean des cubiertas (y lo serán más tarde o más temprano) alargarán la dinámica demonizadora hasta el infinito. De no pararse esta espiral, los acusadores de hoy, que con ánimo justiciero atacan sin mostrar sus verdaderas cartas, pasarán mañana a ser los acusados. La venganza, que en España no es un plato que se tome frío, sino ardiendo, es el peor de los itinerarios. Un caldo donde la convivencia cívica y política puede hacerse imposible.

El escándalo no es el mejor, sino el peor de los caminos para que la serenidad, como condición de la justicia, sea la norma del comportamiento judicial. Lo ha dicho Álvarez Cascos con meridiana claridad: "La justicia se juega su prestigio en el caso GAL, porque la opinión pública ya ha dictado su veredicto. ( ... ) En la medida en que la sentencia no se corresponda con el veredicto de los ciudadanos, quien saldrá perdiendo es la justicia". En el fondo, es eso lo que busca el escándalo atemorizar a los jueces, acabar con su independencia y despreciar los procedimientos jurídicos que han tardado siglos en civilizar la convivencia. Y por ahí vamos, porque el escándalo resulta imprescindible para la explotación del éxito y el achicharramiento del adversario político, convertido en enemigo a destruir. Y es de esta forma como los métodos guerreros invaden y contaminan la política, aherrojando de sí la razón y la palabra, para introducirla en el reino de la demagogia, donde toda suerte de sospechosas unanimidades tiene. asiento. Conviene recordar a este respecto que la convivencia no tolera el "vale todo", pues en ningún aspecto de la vida está permitido todo. Por eso tampoco en la política el fin justifica los medios.

Quizás alguien llegó a pensar que, ante la causa general abierta so pretexto de los GAL, ETA, reconfortada, iba a dejar de matar, al menos durante algún tiempo. Ahí están, dejando las cosas bien claras, las muertes de Vallecas, Valencia o León, el secuestro de Aldaya y el etcétera que irán poniendo los terroristas inexorablemente en las esquelas mortuorias. Y qué decir del efecto inhibidor que sobre los servidores del Estado dedicados a la persecución de delitos terroristas (policías, fiscales, jueces) está teniendo un proceso de esta naturaleza.

Estos argumentos ni exoneran a los GAL ni mucho menos pretenden justificar delitos cometidos hace ahora 13 años, pero ni la política ni la justicia, ni tan siquiera la venta de periódicos, pueden justificar su acción sin tener en cuenta las consecuencias que ella produce.

Sé bien las consecuencias que trae el intento de introducir la menor complejidad en un ambiente dominado por la demagogia simplificadora, por el simplismo, en un terreno arrasado por el fuego de la dicotomía donde sólo caben el blanco y el negro, el estar conmigo o contra mí. Aun así, merece la pena señalar que la política y la vida son complejas. Y renegar, de paso, del pensamiento único hoy dominante que arruina este y cualquier debate.

¡Impunidad! estarán gritando ya los forofos del "caiga quien caiga", los vengadores que, llenos de buena conciencia, siempre están deseando llegar hasta el fondo (al fondo que les interesa), aunque ello signifique llevarnos a todos juntos al abismo. Pues no, no es la impunidad lo que se quiere. Se reclama tan sólo un poco sentido común ante tanto dislate.

Joaquín Leguina es estadístico.

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