Espadas y halcones
En la frontera norte de Madrid, las oblicuas y torticeras Torres de KIO proyectan dos haces de láser que convergen en el firmamento como espadas, de luz. Símbolo luminoso de sus oscuros constructores, jeques y financieros, doctores en el fraude, ingenieros de la especulación, masters del universo de la corrupción.Bajo las flamígeras y ominosas espadas pasan cabizbajos los ciudadanos sometidos al omnímodo poder del dinero de los mercaderes y los banqueros. Por ejemplo, esos ateridos ciudadanos que en el intercomunicador de transportes públicos de la plaza de Castilla, uno de los lugares más inhóspitos y, desquiciados de la urbe, soportan la espera, emparedados entre marquesinas, paneles y chirimbolos, empapelados de carteles y pegatinas publicitarias, a la sombra de las luminarias que escudriñan las alturas.
Las espadas luminosas de KIO se enfrentan desafiantes al edificio de los juzgados, donde laboriosos grandes negocios, desmontando inicuos castillos de naipes que pronto son levantados de nuevo por la codicia humana, torres de papel timbrado, de bonos, acciones y contratos.
Castellana abajo, en el bosque de monolitos de Azca, en la cúpula de un edificio bancario, anidó un halcón que traía hasta allí los despojos de sus cacerías suburbanas, roedores de los desmontes del extrarradio y sus efímeros e inermes poblados, sucias y tristes palomas de alféizar, ayer alimentadas por los niños en parques y plazas, hoy perseguidas con saña por los adultos como una plaga. Palomas basureras y mochas que el halcón urbano desplumaba en la terraza del ático, edificante espectáculo para los ejecutivos del inmueble en cuyos bajos eran pacífica, metódica y sistemáticamente desplumados y desangrados pájaros de menos cuenta, a golpe de hipoteca y comisión. Un conserje de la entidad bancaria cuidaba de la supervivencia del halcón y limpiaba su madriguera de metal y hormigón. La llegada del halcón fue un buen presagio para la firma y, aunque se crea lo contrario, los banqueros cultivan ciertas supersticiones de buen gusto, heredadas de sus antecesores que remataron sus sedes comerciales con deidades griegas o romanas, cuádrigas broncíneas y figuras mitológicas sobre los ornamentados palacios crediticios de la calle de Alcalá y sus aledaños. Elefantes y cariátides sustentando la recargada decoración de sus templos. fenicios.
De los viejos y recargados edificios bancarios del centro de Madrid a los escuetos y soberbios menhires de Azca ha pasado más de un siglo. Otros gustos, otros modos de vida y un mismo afán de lucro y poder en los que moran bajo sus cúpulas. Un cambio demasiado brusco para el gusto de las conservadoras y olímpicas deidades de la banca y el comercio que no soportan tan vertiginosas mudanzas y tránsitos y han reaccionado desmontando de sus pedestales a los nuevos y ostentosos héroes de las finanzas rápidas haciéndoles caer en las tinieblas de los calabozos donde reinaba la justicia, una ciega, lenta, pero inexorable diosa de segundo orden.
A ras de suelo, los desplumados ciudadanos que transitan por las calles y avenidas del centro, pateando palomas y detritus, atraviesan un paisaje desolado de comercios en quiebra cuyas fachadas se han convertido en abigarrados periódicos murales en los que se mezclan en insólitas combinaciones: la vigilia de la Inmaculada y las ofertas del sex-shop, los dazibaos de la ultraderecha y los carteles que invitan a la huelga o al circo a la insumisión o a la teletienda. Pero el centro no está tan muerto como parece, en todas las esquinas hay tentadores cajeros automáticos, subdeidades robóticas propicias o adversas a la ofrenda de las tabillas de plástico con banda magnética. En las fortalezas de Azca, miles de empleados cuidan el dinero de sus firmas, pero es en los colosales mausoleos bancarios del centro donde residen los enlutados y provectos genios de las finanzas, protegidos por sus cornucopias de la abundancia, sus colosos de bronce y sus elefantes, viendo cómo fluye el milagroso caudal de los cajeros y como los viejos edificios caen en sus manos. A sus puertas, mendigos y vagabundos esperan resignados que vengan los halcones a devorar a las palomas. Hasta que una de esas águilas, grifos o buitres heráldicos que rematan las cúpulas, descienda para desalojarlos de su esquina a picotazos.
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