_
_
_
_
Tribuna:TRAVESÍAS
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Demasiada verdad

Antonio Muñoz Molina

Uno entra en la sala circular donde la moqueta silencia los pasos y el techo abovedado disuelve el murmullo de las voces y aun antes de que se aproxime al cuadro la mirada de esos ojos ya lo ha apresado, la mirada magnética, iracunda, desconfiada, tranquila, los ojos que miran un poco de soslayo y que nos encuentran y nos siguen aunque nos alejemos de ellos y aunque se interponga un grupo de espectadores que acaban de llegar. En el Museo del Prado, al final de, un pasillo vacío, se dobla a la derecha y al ingresar en una sala los pasos ya no se escuchan y uno es inmediatamente sugestionado por los ojos del papa Inocencio X, por su arrogancia agresiva y vigilante, por su cruel autoridad recelosa. Está sentado en el gran sillón papal con respaldo de terciopelo y adornos dorados, delante de un cortinaje teatral, pero no parece que repose, que se abandone a su propia majestad, a la condición estatuaria y absolutista de su rango. Está erguido, de una manera tensa, seguramente incómoda, apoya el codo derecho en el brazo del sillón pero no se afirma en él, la mano se curva como para aferrarse al sitial en caso necesario, y sólo la otra mano, la izquierda, parece que descansa, que se abandona un poco, sosteniendo una hoja de papel. Mira al pintor que lo retrató hace más de tres siglos, y mirarla así a quienes se le acercaran, exigiendo con la simple expresión de los ojos obediencia absoluta y a la vez adivinando y despreciando la indignidad de, los muy dóciles, calculando la posible traición. Alguien murmura a mi lado: "Se le nota mucho que no creía en Dios": es el Papa, pero no ostenta ningún símbolo religioso, ni siquiera una cruz en el pecho. Está vestido con los imponentes ropajes papales, los terciopelos y rasos y tules traslúcidos y los pesados encajes blancos del faldón, pero su cara, su actitud, de algún modo permanecen indiferentes a esa pompa. Pintado por Velázquez, el papa Inocencio X es un viejo con más aire de campesino que de eclesiástico, un viejo enérgico, inteligente y cruel que ya no tiene paciencia con las lentitudes y las solemnidades del personajes que interpreta y del poder que ejerce y no confía en nadie ni en nada, sólo en el miedo y la distancia que impone el acero frío de sus ojos.Yo he ido a ver el cuadro recién llegado al Museo del Prado con la impaciencia de quién acude a un cita, o más bien, en este caso, a una audiencia, una audiencia papal. Las mañanas nubladas de invierno parece que predisponen a pasear hacia el encuentro con la pintura. Es pronto todavía, pero ya hay un público callado y atento que rodea el cuadro, que permanece detenido largos minutos frente a él v comenta cosas en voz baja, personas mayores y chicos de instituto que apuntan cosas en sus archivadores, ancianos cultos con pelo blanco y abrigo y atención escrutadora y mujeres con aire de haber ido a hacer la compra y de dedicar respetuosamente a Velázquez los minutos robados a la mañana laboral. A todos nos miran los ojos de Inocencio X, a cada uno de nosotros, nos siguen de un lado a otro de la sala cuando nos movemos, nos encuentran al fondo cuando nos apartamos un poco y la parte inferior del lienzo queda tapada por los espectadores, y entonces la cabeza y los hombros del Papa, quedan por encima de las cabezas de la gente y la mirada nos distingue desde lejos, como si estuviéramos solos y creyéramos que nadie nos conoce ni repara en nosotros y entonces esas pupilas nos identificaran en secreto, sugiriéndonos que para ellas no podemos mantener oculta nuestra verdadera identidad, la más frágil y la más escondida.

Es probable que a Inocencio X la mirada de Velázquez le inquietara más que a nosotros la suya. "Troppo vero", dice la consabida leyenda que dijo cuando vio el retrato, y es cierto, hay demasiada verdad en esa pintura, un grado de verdad que roza el límite de lo insoportable, de lo demasiado impúdico, porque no está entibiado por la compasión o la melancolía, como otras veces en Velázquez, en otros retratos donde lo mismo la majestad de los reyes que la miseria y el desamparo de los bufones son retratados con una misericordia ecuánime. En la galería de los personajes fantasmas de Velázquez nadie es tan alto o poderoso que no merezca lástima ni tan bajo que no sea digno de respeto: sólo Inocencio X nos parece inaccesible, con su boca apretada, su cara enrojecida y plebeya, su ceño de cavilación y recelo y sus ojos de un color pálido y frío, de un gris tan sucio como el de su barba rala de hombre viejo, erguido y solo en la arrogancia sin disimulos del poder.

Según pasan los minutos se vuelve más intenso el magnetismo del cuadro. Hay siempre algo en Velázquez que retarda el tiempo, que nos lo vuelve más profundo o más lento, más silencioso, más sereno. Se oyen los pasos en las losas de mármol del pasillo que conduce a esta sala y al entrar en ella se extinguen, y las voces, que suenan tan fuertes en otros lugares del museo, voces de turistas, de guías políglotas y charlatanes y bedeles con vocación punitiva de guardas jurados, aquí no se levantan por encima de un cauteloso murmullo. Nos agrupamos cerca del cuadro, cada espectador ensimismado, y a la vez consciente de la presencia de los otros y agradecido a ella, y la primera impresión instantánea se nos va desgranando en sugerencias y descubrimientos sucesivos, en detalles en los que al principio no hemos reparado, la línea de los labios del Papa, tan extraña, la caligrafía absolutamente moderna de las pinceladas blancas del faldón, el lujo de la pintura, los blancos y grises torrenciales, los rojos, los granates, los dorados, el rojo denso de los terciopelos y el resplandor del raso de la esclavina, el garabato negro de una sombra, el blanco traslúcido de un tul debajo del cual se insinúa un rojo atenuado.

Demasiada pintura, demasiada verdad. Francis Bacon, que se pasó media vida pintando este cuadro, nunca quiso verlo: sus variaciones incesantes sobre él, sus Inocencios X de bocas carnívoras, pezuñas bestiales y manos como garras son a la vez un homenaje perpetuo a Velázquez y una declaración de impotencia. El silencio de esos labios apretados es más poderoso que ningún alarido. Salimos del Museo del Prado y nos da miedo encontrar en alguien que se cruce con nosotros los ojos fríos y clínicos del papa Inocencio X.

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
Recíbelo

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_