Reyes Magos
En estas fechas nos envuelve una nostalgia, casi obligatoria empujados por la querencia de los recuerdos, mejor traídos cuanto más lejanos. ¿Quién sabe, ahora, que estamos en fiestas? ¿Por dónde anda el espíritu de la Navidad? A quienes vivimos en Madrid desde la niñez nos queda una lejana y lastimera memoria de tales días, cuando el sentimentalismo de temporada estrujaba el magín de los escritores de periódicos, a fin de que no faltara el inevitable cuarto a la lágrima.Cada año la misma historia de la huerfanita aterida en la buhardilla, con la abuela enferma, el gato tiñoso y el perverso casero golpeando la puerta, con el desahucio en la mano, como si fuera un christmas del revés. O el niño abandonado, hambriento y trashumante, que pega la nariz al provocativo escaparate de la dulcería, en el que se queda escarchado el aliento. Estampas insoslayables, no se sabe bien a cuento de qué, lanzaban al arroyo (se decía así) a una caterva de criaturas azotadas por la adversidad. Surgían en cualquier parte.
Nunca fueron del todo alegres, jocundas, las navidades madrileñas, sumergidas en cierta agria melancolía, con derivaciones fatalistas, al son primario y aguardentoso de la zambomba: "Ande, ande, ande, la Marimorena... Dame la bota, María, que me voy a emborrachar", versión acreditada, desde Goya a Solana.
Cuando visito el restaurante Salvador, en la calle de Barbieri, me detengo, entre dos peldaños, ante una foto singular, junto a la muestra de instantáneas taurinas. Es la pavera, con la vara larga en la mano, arrebujada en la toquilla negra, pastoreando, en la mitad de la Puerta del Sol, un corto rebaño de enlutadas gallináceas, desmayado sobre el pico, el cárdeno y triste moco. Era la oferta del plato del día: carne blanca, recia, que precisa de largas 1 horas de fuego para domar musculatura, bien ejercitada, porque los pavos de entonces venían por sus patas, desde el corral pueblerino hasta la boca del horno. En otra esquina, las castañeras, de enrojecidos dedos fuera de los mitones, removiendo la brasa para darle el punto justo y el calor bastante, a este fruto, que hoy se gasta más en las aceras ,de París y Nueva York que en las de aquí.
Sobre el chorreante mármol, los besugos, para el mismo ágape; siempre he sospechado que les echaban un colirio, a fin de mantenerles el ojo claro. Con la lombarda y la sopa de almendras, queda listo el banquete pascual.
La plaza Mayor es el emporio de los nacimientos; entre las casetas de madera, las sorprendidas manos infantiles escogen el corcho de las cordilleras, el papel de plata del río, el musgo húmedo, que nunca hubo en tierras nazarenas. Eligen el pastor, de talla pareja del castillo de Herodes; el Niño, del tamaño de la mula y el buey, en una fantasía que maltrata las proporciones. Hoy campearían Batman y Terminator, entre los fariseos.
Los puestos se desparraman hasta la calle Mayor, por las de Postas y Esparteros, con un saldo de ángeles, estrellas, vírgenes y hosannas. Quedan embalsados en esa pintoresca y singular plaza de Santa Cruz, la misma y distinta a la plaza de la Provincia, un narcisismo urbano que no tiene parangón, sentido ni límite.
Suele incordiar por Madrid el beligerante viento de la sierra, para dar el friolero toque al cuadro y, de paso, llevarse a los viejos que se dejan atrapar por la neumonía. El tempo se ha suspendido durante el paréntesis de la Lotería por antonomasia. Sobre una ladera de ilusiones frustradas baja el congelado alud de la decepción, renovado, con desgana, el envite, en el próximo sorteo.
La gran ciudad es, por dentro, como un vientre dormido, tibio, aislado, sin amistad con el entorno. Lejos aún, a pocas jornadas, sin embargo, rondando Alcalá-Meco, la bamboleante caravana traslúcida de los Reyes Magos: Javier, Colón y Carvajal. Aunque me parece que no les llaman así, pero algo parecido.
¡Hace tanto tiempo que pasan!
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