¿Hay menos errores que antes en EL PAÍS?
Hace varios meses que este departamento no redacta para el equipo de dirección el informe periódico sobre las quejas de los lectores referidas a los errores de tipo ortográfico y gramatical, de los que tanto me ocupé en los primeros meses de mi trabajo como Defensor del Lector.Alguien me ha preguntado si es que me he aburrido de hacer dicho informe, o bien, si es que los lectores se han aburrido de señalamos los continuos gazapos viendo que el problema no tenía solución. Pues no. Ni yo me he aburrido de preparar dicho informe ni los lectores han perdido el coraje de seguir insistiendo, porque ya les conozco y están vacunados contra todo desaliento.
¿Qué ha ocurrido, pues? Sencillamente, que el diario empieza a tener muchos menos errores que hace unos meses, como me han confirmado también algunos jóvenes estudiantes de periodismo, que suelen ser los más insatisfechos y críticos con, nuestros fallos.
Pero, si esto es cierto, habrá que felicitar por ello a alguien, de igual manera que tiramos de las orejas cuando las cosas van mal. ¿Pero a quién felicitar? ¿A los redactores? Sin duda, porque cada periodista es el primer responsable del texto que redacta. ¿A los correctores? También, aunque el Defensor del Lector sigue pensando que en este campo el diario no está aún a la altura que debería por lo que se refiere al número de personas dedicadas a una tarea que ha sido siempre fundamental en todo diario de prestigio. ¿A los redactores jefes? También, porque ellos han sido durante meses los depositarios; del enorme bagaje de quejas por los errores ortográficos y gramaticales cometidos, y no dudo de: que habrán transmitido a los redactores los lamentos persistentes de nuestros exigentes lectores. Y estoy seguro de que habrán exhortado con calor a los periodistas para que sean menos perezosos a la hora de enviar sus textos al departamento de corrección, como está prescrito.
¿Habrá que felicitar también a la dirección? A este propósito, recuerdo la llamada de un lector, tras la columna del 26 de marzo pasado dedicada a hacer examen de conciencia sobre los fallos de escritura del diario. En aquella ocasión, al director de EL PAÍS, Jesús Ceberio, no se le cayeron los anillos por pedir disculpas públicamente, pero el lector me insinuó que "es más fácil pedir perdón que hacer serios propósitos de enmienda". Sin embargo, en aquella misma columna, Ceberio, tras haber dicho "no puedo menos que pedir disculpas a nuestros lectores por el irritante número de erratas que contiene el periódico", fue más allá: "Es una batalla", añadió, "que no doy por perdida y en la que también está empeñada la Redacción, aunque a veces el resultado entiendo que pueda ser desesperante para muchos lectores". Con aquellas palabras, el director se comprometió públicamente a poner en marcha todos los medios necesarios para sacar un periódico mejor escrito y con menos fallos. Si nueve meses después este departamento constata que han disminuido considerablemente las quejas de los lectores ante, la presencia de errores, sería injusto no pensar que algo habrán hecho el director y su equipo para ser fieles a su compromiso con los lectores.
Pero, dicho todo esto, tampoco podemos echar las campanas al vuelo, ni exagerar, ni debemos dormimos en los laureles, porque seguimos teniendo fallos. De hecho, el director es consciente de que uno de los retos que se ha impuesto es el de ofrecer un diario cada día mejor escrito; un periódico confeccionado con aquel mimo y cuidado con que los artesanos antiguos solían construir sus objetos, sirviéndose al mismo tiempo de todas las ventajas que ofrece la moderna tecnología. De hecho, los lectores -aunque en número cada vez mucho menor, como acabamos de subrayar- siguen restregándonos por los ojos nuestros gazapos. Y constato que cada vez hilan más fino, cosa que no me desagrada, pues significa, por una parte, que tenemos lectores cultos y apasionados por nuestra bella lengua, y, por otra, que no es cierto que se hayan cansado de ser exigentes con nosotros y que nos escrutan.
Dos botones de muestra de que, cuando somos recalcitrantes en nuestros errores o no somos finos al escribir los lectores no dejan de advertírnoslo, nos los ofrecen Luis Ogg, de Barcelona, e Iluminada Olivares, de Madrid. Esta última escribe irritada porque en un artículo de economía -La calle más grande del mundo- hemos escrito preveyendo en vez de previendo, que es el gerundio del verbo prever.
Más sutil es la queja de Luis Ogg, que recomienda a los redactores una "mayor moderación en el uso de los tiempos continuos". Y sospecha que el hecho deriva de un "defecto de traducción a partir del inglés, donde dichos tiempos continuos existen con su función específica"., Y añade: "A mí, la proliferación en un diario como el suyo de los tiempos continuos me hace daño a los oídos -en su caso, a la vista- cuando los oigo o los veo mal usados". El lector envía un recorte al azar en el que, en pocas líneas, se utiliza, cinco veces el tiempo continuo. Y comenta: "Haga la prueba, sustituya en los casos marcados el tiempo continuo por el simple correspondiente español *y comprobará que, aparte de mucho más elegante, el resultado también es mucho más claro", El Defensor del Lector ha hecho la prueba y, en efecto, es mejor.
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