Nochebuena al vacío (y sin espinas)
Sobre las nueve, la vigilancia se relaja. En las Galerías Lepanto de la carretera de Burgos ya no queda casi nada que robar, y lo que queda es casi mejor que se lo roben: las rebajas que ahora mismo están terminando de producir a toda máquina las fábricas de Huelva, Cartagena y Badajoz llegarán el martes y necesitarán todo el espacio. Esa es la causa de que Casimiro Mon haya podido encerrarse en los servicios de caballeros hasta el cierre, y de que nadie se haya molestado en ir hasta allí en busca de polizontes. Hace tres horas despistó a sus propios guardaespaldas entrando a aliviarse en el Palace y saliendo por una puerta de servicio, previa propina. En recepción dejó una vez más una nota del tipo "No me han secuestrado, feliz Navidad", para gran desesperación de sus esbirros: si le pasa algo a don Casi, como le llaman... Mejor no pensarlo.Casimiro Mon, por si alguien no lo sabe aún, es ese misterioso potentado que siempre aparece en las revistas intentando esconderse de los poderosos paparazzis y con cuyas frías decisiones de cirujano suben las eléctricas, se hunde Sagunto o estalla una huelga salvaje en el cinturón rojo de Barcelona. Un hombre implacable y más bien triste, de costumbres sorprendentes, como sus corbatas de 2.000 pesetas y esa obsesión de firmar contratos megamillonarios con un bolígrafo bic que guarda desde el colegio -dicen que debemos rezar para que no se le acabe la tinta-, sus peregrinaciones a Fátima o su pasión por la ópera (entra empezada y sale antes de las ovaciones y de la histeria). Pues bien: ahí está don Casimiro Mon, saliendo a las 23.11 horas de su madriguera en los lavabos, cuando en las galerías se respira el mismo aire oloroso a polvo de cabalgada que dejan tras de sí los ejércitos vencedores.
El paisaje, según se puede ver bajo las 14.000 bombillas que se dejan encendidas para impresionar a toda la ciudad, es más o menos el mismo: las últimas docenas de televisores de los varios miles que hubo, latas de sardinas sin espinas y cubos de detergente, quietos como héroes en el campo de la gloria bajo la luna. Y el mismo maravilloso silencio. Casimiro Mon lo respira con deleite, igual que hacen los presos cuando salen del infierno de la promiscuidad para un permiso de fin de semana. Ésa es más o menos la situación. Empachado hasta la barbilla con una cena que aún no había probado, incapaz de resistir un año más el inacabable cotilleo político-económico de sus cuñados, que siempre aprovechan la Nochebuena para intentar caerle simpáticos, como si eso fuese posible, el señor Mon ha decidido darse un respiro y pasar la Navidad a cubierto. Y el mejor sitio que se le ha ocurrido ha sido el templo. El templo, tras el paso de los fieles. Una vez comprados todos los regalos y agotadas las existencias, en ese edén vacío antes de las rebajas, sabe que allí no lo molestarán: la muchedumbre y los paparazzis estarán en casa, entregados al vicio del turrón y al aún más sensual de desgarrar paquetes para descubrir corbatas, billeteras y agresivos perfumes. Se olvidarán de él. Tendrá al fin una Navidad en paz. Lo que pasa es que exactamente lo mismo ha pensado Paloma, la chica de la caja 34, que ha dejado a su novio hace 10 días, y con el fragor de las compras, en jornadas dobles para pagarse el piso -¿qué será ahora del piso?-, aún no ha tenido tiempo de pensar qué significa esa perturbadora nueva libertad. De modo que cuando, ya cerca de medianoche, al fin se encuentran en la sección de muebles, donde sólo queda un tresillo con la etiqueta vendido, se miran con auténtica desilusión, un poco como aquel que no puede dormir pensando en 50 gramos de camembert excepcional que ha quedado en la quesera, y al decidirse al fin a bajar a la cocina para poder dormir, alcanza a ver la quesera intacta y la cola del ratón que se lleva el bocado.
El paisaje, además, no promete. Es esa misma gigantesca catedral que todos conocemos... Casi vacía. Tiene, sin embargo, la grandeza de las salas de concierto, o de los teatros cuando aún no hay nadie. Por ese lado, Casimiro Mon no puede estar más contento -eso es exactamente lo que desea, después de años de buscarlo inútilmente comprando cosas-, y a Paloma le pasa otro tanto: el vacío, por fin. Se siente redimida. Nunca consiguió imaginar las Galerías Lepanto sin gente, en silencio, sin música de dentista zumbándole en el oído. Y ahí están. Después de pasar 8.687.000 artículos (más o menos) sobre la ventanita devoradora de códigos de barras hasta sumas improbables, siente que ésta es la primera Navidad que le querrá contar a sus nietos. (Si es que llega a tener nietos: ya no tiene novio).
Sólo hay un tresillo y esa proximidad frena la charla. Ambos son tímidos. Un par de latas de sardinas picantes y una botella, de blanco seco terminan por obrar milagros y les suelta la lengua igual que el champán. Durante toda la noche él le cuenta expediciones de grandes bucaneros, y ella, novelas de muchachas con frío, al borde del hambre, como las de Dostoievski (un escritor que hubo). Las historias de uno y otra son ciertas, pero eso es algo que sólo sabemos ustedes y yo. A ellos les parecen fantásticas, que es de lo que se trata. Las recordarán toda la vida, como cuentos de Navidad escuchados una noche feliz.
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