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Y pasa lo que pasa

Fernando Savater

Estoy por lo común tan de acuerdo con los artículos de mi compañero y amigo Aurelio Arteta que cuando surge la discrepancia aprovecho la ocasión de polemizar con él casi con alivio. En esa fiesta estoy, porque su última colaboración con EL PAÍS (Unos y otras, 25 de noviembre de 1995) no me convenció ni poco ni mucho, sino todo lo contrario. Recuerdo brevemente al lector el núcleo de la argumentación de Arteta. El fiscal de Navarra aseguró en su Memoria anual que un cierto clima moral permisivo contribuye al aumento de los delitos sexuales, que en épocas más recatadas menudeaban menos, lo cual le ha valido numerosas repulsas de sectores considerados progresistas de nuestra sociedad (a las que uno a título póstumo la mía). Sin suscribir totalmente el esquematismo del hombre de leyes, Arteta repudia aún más la indignación de sus críticos. Según él, ciertas conductas lícitas y normales en nuestra sociedad (indumentarias voluptuosas, comportamientos descocados) ponen al hombre en un compromiso que sería prudente ahorrarle: "Supuesto que no una invitación a la violencia sexual ni siquiera al acoso, parece obvio que muchas mujeres y de una manera regular introducen ante el hombre un estímulo artificial objetivo al contacto o a la aproximación sexual". Tales coqueterías llevan a un malentendido -parece que quiero pero en- realidad no quiero que puede desembocar en una frustración varonil de trágicas consecuencias. De ahí que las señoras, conscientes de que no se portan del todo bien cuando llevan faldas demasiado cortas y ceñidas, se esfuercen de vez en cuando por estirarse un taparrabos que ya no da más de sí... ¿No será todo esto una colosal mentira, se pregunta Arteta, en la que colabora -¡cómo no!- la nefasta publicidad? En fin, que, aunque los violadores no tengan disculpa penal, lo cierto es que a veces ellas van como van y entonces pasa lo que pasa.Estas tesis me parecen profundamente inquietantes, quizá porque las emparento con otras que tanto yo como el propio Aurelio Arteta rechazamos sin rodeos. Por ejemplo, la culpabilización de las víctimas esgrimida desde su proverbial inocencia por los verdugos: así, quienes apoyan el secuestro de Aldaya gritan "los asesinos llevan lazo azul", los que hostigan a Rushdie dicen que fue él quien provocó su condena a muerte al insultar a Mahoma, y los cruzados contra la droga justifican su persecución contra aquellos que pretenden consumirlas en paz acusándoles de amenazar la salud pública. Etcétera... En todos estos casos, el agresor se justifica diciendo que si el agredido le obedeciese o hiciera concesiones a sus prejuicios estaría perfectamente a salvo. Pero como no se ve obedecido y constata que sus prejuicios son desafiados, el pobre agresor no tiene más remedio que atacar: "Señor juez, si no quieren que les toquen el culo que no se pongan minifalda". El primer paso para negar la libertad ajena es santificar el mecanismo pauloviano de estímulo-respuesta como base definitiva (le la conducta humana. Nunca es culpable el que responde, sino el estimulador... o la estimuladora. La canción del verdugo: "A mí, cuando me tocan ahí tengo que saltar".

Conviene recordar que en los delitos sexuales lo único que no es delito es el sexo. Es el empleo de la fuerza o de la amenaza por uno para conseguir lo que otro u otra no apetece lo que constituye la falta penalizable. Las leyes contra los abusos sexuales no se establecen en los códigos modernos para defender las llamadas buenas costumbres, sino para salvaguardar las libertades individuales. De modo que el uso de la libertad individual en ese campo puede ser responsabilizado de los abusos cometidos contra quien la ejerce. Son los reprimidos represores quienes convierten en tales asuntos lo que es un ataque a la libertad y a la integridad de una persona en una escena de libertinaje en la que todos son confusamente algo culpables. ¿Que una mujer lleva escote generoso y una breve falda apretada porque le gusta levantar terremotos a su paso? Pues bendito sea Dios. El que no sea una chica bien según los criterios de su abuela y del confesor que no tiene en nada aminora la responsabilidad, ni penal ni moral, de quien se pone burro con ella sin su permiso. El bruto que se siente frustrado hasta la rabia ciega porque cree que se le ofrece algo apetecible que no es para él debería leer más el Evangelio: muchos son los llamados y pocos los elegidos. Con anuncios erotizantes o sin ellos, todos tenemos no sólo derecho, sino también interés en ser objetos sexuales para alguien, aunque no sólo seamos eso. Compadezco al que nunca lo consiga...

Habla Arteta de "malentendido" y de "mentira" para referirse a lo que tiene un nombre propio: seducción. Si no hay libertad de seducir ya me dirán ustedes en qué sociedad libre vivimos. Uno de mis compañeros de bachiller sostenía que en los guateques donde nos desesperábamos todo se simplificaría si las chicas que apetecían marcha llevaran un distintivo verde bien visible y las formales uno rojo. ¡Pobre, cómo se equivocaba al buscar lo inequívoco! Porque lo inequívoco es la negación misma del juego erótico, y sin erotismo la vida puede ser más tranquila, pero, desde luego, mucho más aburrida y menos libre. Además, el intercambio sensual es algo infinitamente más rico, divertido y aun civilizador que los simples preliminares para que dos acaben juntos en la cama: ¡lo que se pierden en miradas, posturas y coqueterías los que nunca viajan en metro! ¿Acaso no nos ofrece un regalo quien nos encandila o se deja encandilar episódica y hasta distraídamente, aunque no ceda a la consumación naturalista del deseo? Como bien dice Jean Baudrillard en su libro sobre la seducción: "Somos una cultura de la eyaculación precoz. Cualquier forma de seducción, que es un proceso enormemente ritualizado, se borra cada vez más tras el imperativo sexual naturalizado, tras la realización inmediata e imperativa del deseo". Hay que aprender a disfrutar no sólo en horizontal, sino también en vertical: al paso.

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La reciprocidad en este campo es bastante más sutil que lo permitido por lo políticamente correcto, cuando reclama lo explícito y anunciado como elucidación de cada gesto según el código de cortejo de algunas universidades yanquis. El reprimido se desespera ante quien, le seduce -"¿Pero quieres o no quieres? ¡No sabes lo que quieres!"-, pues suele obtener la respuesta más inquietante: "No lo sé, enséñamelo tú".

Aquí sí que tropezamos con una dificultad del concepto penal de violación, que abarca desde el que fuerza en un descampado a punta de navaja hasta quien no respeta el último "no" después de muchos "sí, pero...". Son niveles muy diferentes de lo censurable. Porque el aparente rechazo que es invitación forma parte indudable del cortejo, como ya señaló hace mucho un escritor francés (¿Flauberl?): "Cuando una señora dice no quiere decir quizá, cuando dice quizá quiere decir sí y cuando dice sí no es una señora".

Nuestros rituales no son ya los mismos (incluyen no sólo a señoras, sino también a señores y a quienes no son ni lo uno ni lo otro), pero la ambigüedad de fondo sigue siendo ineliminable -¡felizmente!- por mucho que se empeñen el fiscal de Navarra y algunas feministas retrógradas que consideran todo coito heterosexual como una variante provisionalmente autorizada de violación, con tal de que tenga las debidas pólizas en regla.

¿Machismo? ¿Hembrismo? Después de todo, en estos asuntos sexuales siempre hay un fondo irremediablemente sexista... El punto está en aprender a vivirlo con una capacidad de goce que disfrute ante todo explorando, respondiendo y respetando la libertad ajena.

Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.

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