Secretos y verdades
El secreto, como defensa de la intimidad, es un elemento imprescindible para la vida de los humanos. Es, por tanto, un bien a proteger jurídicamente, y en efecto, eso hacen las constituciones y las leyes modernas. Repetir esta verdad del barquero en las postrimerías del siglo XX no es, desgraciadamente, una trivialidad, pues en los últimos tiempos los militantes de la transparencia apuntan sus armas contra el secreto, pretendiendo, y muchas veces consiguiendo, que éste aparezca ante la opinión pública como un mal, una muralla que es preciso asaltar y destruir.Las aguerridas tropas de la transparencia atacan con brío la intimidad de las personas, pero sus mejores acciones apuntan a otro tipo de secretos, los colectivos, que también protegen bienes morales y jurídicos. A saber: secretos judiciales -concretamente el secreto sumarial-, secretos de Estado y secretos profesionales. Por ejemplo: el secreto de los abogados respecto a sus clientes, de los médicos acerca de sus pacientes y un largo etcétera. En aras del derecho a la información, cuyos administradores pretenden convertir en universal, sin cortapisa alguna, se trabaja por hacer desaparecer de facto, si no de iure, todos los secretos menos uno: el secreto periodístico acerca de las fuentes. Es decir, el imperio de la ley. De la ley del embudo.
No es lo malo que la batalla se haya planteado, sino que la estamos perdiendo. Ejemplos hay muchos y significativos. El secreto del sumario, que protege: nada menos que la presunción de inocencia y la independencia de los jueces, recogido en la Ley de Enjuiciamiento Criminal, es desde hace tiempo un secreto a voces en algunos juzgados, sin que los expedientes abiertos, de uvas a peras, por el CGPJ hayan acarreado castigo alguno para los delincuentes, cuyos nombres y apellidos son de dominio público. Pero no acaba ahí el disparate. Preguntado al respecto, el fiscal general del Estado se arrancó con la siguiente petenera: "Este asunto del secreto sumarial está hoy en discusión", dijo. Según esta doctrina, bastaría que una ley estuviera en discusión (por los juristas, que no por los legisladores) para que esa, norma dejara de obligar. Insostenible.
Gavillas varias de delincuentes organizados, se dedican en España con éxito económico evidente a pinchar teléfonos y ejercitar variopintas escuchas para alimento de rotativas y chantajes sin que la policía, ni los jueces, consigan ponerles al recaudo que legalmente se merecen. Protegidos, al parecer, por su alianza con los administradores de la transparencia, han accedido al status de impunes.
Mas el secreto objeto de los más perentorios deseos es el constituido por "Ias materias reservadas". El preclaro abanderado de este desigual combate no es otro que Baltasar Garzón, quien, sostiene lo siguiente: "No podrán ocultarse [al juez instructor] aquellos datos que constituyen elementos de prueba para el descubrimiento de una actividad delictiva. Cuan do entren en colisión intereses de la seguridad del Estado y el de la averiguación de la verdad en el ámbito penal (...) se exige que el primero ceda siempre a favor del segundo".
Se abre, pues, un debate de los que tanto gustan en España. Aquellos en los cuales toda demagogia tiene su asiento. "La suma de poder y secreto produce resultados monstruosos", ha escrito otro miembro del Poder Judicial, Perfecto A. Ibáñez, y no se refería al secreto sobre las fuentes periodísticas. Secreto éste que sí se suma al poder mediático, no a un poder baladí. La conclusión de don Perfecto es la siguiente: "Del operar público cubierto por la razón de Estado no se sabe, en realidad, nada bueno".
La demagogia es un mal y el corporativismo otro, y sumados constituyen un monstruo amenazante. Detrás de toda esta demagogia está -y no se oculta- el corporativismo en lucha por el poder. Lo facilón es subirse al carro de la transparencia, exigiendo que desaparezcan los secretos de Estado y hasta la razón de Estado, pero esos secretos protegen valores e intereses colectivos. Como son las estrategias policiales, informaciones acerca de la política exterior, nombres de confidentes, patentes y marcas, datos tecnológicos y un nutrido etcétera.
Pero, aparte de proteger, el secreto oficial puede ocultar conductas detestables y hasta perseguibles penalmente. Y si son perseguibles penalmente, ¿cómo no aceptar que el derecho al secreto (oficial) ceda ante la justicia? En efecto, en un Estado de derecho, todos, incluidos los poderes públicos, están sometidos al examen judicial, pero, siendo verdad que cualquier hecho es controlable por el juez, no quiere esto decir que el juez pueda recorrer cualquier itinerario para establecer la verdad. Por ejemplo: no puede obligar a nadie a declarar contra, sí mismo, ni exigir al sacerdote que declare acerca de lo que sabe a través del secreto de confesión, ni al periodista sobre sus fuentes... ni al Estado sobre sus secretos. A no ser que consideremos que el secreto periodístico protege valores mejores que el Estado.
Este asunto, como tantos otros que afectan hoy a la vida colectiva, pone en evidencia la potencia de dos líneas de fuerza, las utopías unidimensionales y el corporativismo. Ambas, a mi juicio, peligrosas por su expresión demagógica y arrasadora. La transparencia, que constituye un objetivo noble, adquiere frecuentemente en manos de sus administradores un tinte totalitario, puesto que pretende aplastar otros derechos.
Por su parte, el contencioso abierto en torno a los secretos de Estado ha producido una respuesta corporativa en las asociaciones de jueces sospechosamente unánime. Porque la unanimidad siempre es sospechosa, y si es corporativa y proveniente de quienes detentan un poder decisivo del Estado, entonces resulta, además, peligrosa. La justicia funciona basándose en la capacidad de rectificación, de unos jueces respecto a las decisiones de otros. Si en verdad caminamos hacia la unanimidad corporativa, al menos, en asuntos calientes, la justicia no saldrá bien parada de ello.
Corren malos vientos y, además, soplan fuerte. Y lo peor: casi nadie está dispuesto a plantarles cara.
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