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Invención de la monarquía democrática

"Sufro inmensamente por el Príncipe. Le veo y le oigo jurar lealtad al jefe del Estado y fidelidad a los principios del Movimiento, Nacional y demás leyes fundamentales del Reino", escribía Jesús Pabón al ver en diferido la proclamación de don Juan Carlos como sucesor de Franco a título de rey. El Príncipe, "firme, aplomado, garboso", pronunciaba el 23 de julio de 1969 su juramento con' plena conciencia del desgarro que producía no ya a gente tan leal a la causa como Pabón, sino a su propio padre, depositario de unos derechos que los monárquicos tienen por imperecederos, pero que en España fenecieron un día de abril de 1931 . La cuestión, tal como la percibía el Príncipe, no consistía en restaurar derechos históricos, sino en asegurar el porvenir de la monarquía: "Si yo no, entonces ni tú ni yo", había hecho saber a su padre. Que la ceremonia tuviera el aire de instauración de la monarquía autoritaria le parecía un accidente desgraciado, pero secundario. No lo era, evidentemente. El cumplimiento seis años después, de las previsiones sucesorias dejaba a la Corona con un fuerte déficit de legitimidad en cualquiera de sus tres posibles fundamentos. El Príncipe no devenía rey por carisma, tampoco por ser heredero de una santa tradición ni por exigencias de la razón. El Príncipe se convertía en rey por voluntad de Franco, manifestada en la hiriente decisión de saltar el orden dinástico sin dejar ningún resquicio para aparentar siquiera una abdicación del padre en el hijo, como la que tendría lugar años después, cuando el hecho estaba ya consumado y su significado simbólico reducido a una cuestión de familia.Desprovisto de legitimidad dinástica y cargado con el lastre de la dictadura, el Rey encaminó sus pasos a conquistar para la monarquía la única legitimidad posible, la que Saavedra Fajardo situaba en el "consentimiento común que da respeto a la corona y poder al cetro" y hoy definimos como razón democrática. Obligado a conquistar esa nueva legitimidad, el Rey estableció con la Corona una relación única, irrepetible. No podrá haber otro rey como don Juan Carlos porque si "la naturaleza no hizo reyes" únicamente la corona dotada del aura de inmortalidad legitima al rey mortal; en esta ocasión, por el contrario, fue un rey mortal quien legitimó a una corona que había previamente perecido.Pero no sólo el Rey. La ya agobiante celebración del 20 aniversario de tantas cosas ha tendido a olvidar que la democracia no ha sido una gracia otorgada. Magnífico, excelente, que tantos demócratas de la familia real y de la causa monárquica hayan laborado desde 1940 por la reconciliación nacional; estupendo que hubiera tanto jerarca del Movimiénto suspirando desde 1960 por la hora en que la democracia alumbrara por fin en España.. Pero la verdad escueta es que, para que monarquía y democracia se hayan encontrado, ha tenido que transcurrir más de un siglo y medio de sangrientos desencuentros en los que invariablemente la Corona caía del peor lado. Es hora de recordar que en las grandes efemérides de la democracia española -1812, 1868/1869, 1931- el rey siempre estuvo ausente; que tan sólo en, 1976/1978 han coincidido democracia y rey en España.Es en ese histórico encuentro donde radica la legitimidad de la Corona. No estamos ante el resultado de una tradición asentada, sino ante una invención de apenas 20 años de existencia. En las fechas que conmemoramos, nosotros y el Rey inventamos una democracia coronada, una corona democrática. Nada en la naturaleza lo exigía; tampoco en la historia anterior. Más bien, si nos hubiéramos dejado llevar por lo que fuimos, monarquía y democracia habrían sucumbido en un nuevo encontronazo. De ahí, la singular exigencia de discreción que esa invención entraña para todos nosotros, desde luego, pero también para el rey que ciñe la corona, pues -como terminaba Saavedra- "al que demasiadamente ensancha su circunferencia, se le cae de las sienes".

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