Disolución anticipada
Una disolución anticipada es siempre una mala noticia. Puede ser el mal menor y lo más frecuente es que así sea. Los procesos electorales suelen ser batallas muy duras y a casi nadie le gusta entrar frívolamente en una de ellas.Pero, por muy justificada que esté, no deja de ser una mala noticia, pues supone constatar la incapacidad de los partidos políticos para interpretar y ejecutar "en sus propios términos" la sentencia dictada en su día por el cuerpo electoral.
La vida política en un régimen parlamentario democrático se descompone en dos procesos de naturaleza política constitucionalmente encuadrados de forma muy flexible:
1. Un proceso electoral, que es un proceso público contradictorio, en el que los litigantes exponen sus argumentos ante un juez, el cuerpo electoral, que dicta una sentencia inapelable a través del ejercicio del derecho de sufragio.
2. Un proceso parlamentario, que también es público y contradictorio, en el que la mayoría y la minoría parlamentarias han de ejecutar la sentencia dictada en su día por el cuerpo electoral, traduciendo el mandato de los electores en normas jurídicas, en presupuestos y en designación y control del Gobierno, que debe asegurar la dirección política del país.
Entre ambos existe una conexión. El primero es, obviamente, el fundamento del segundo, ya que únicamente a través de él se puede hacer realidad "el principio de legitimación democrática..., base de toda nuestra ordenación jurídico-política" en palabras del Tribunal Constitucional.
La disolución anticipada, cuando lo es de verdad y no cuando se trata de un mero adelanto por la razón que sea (por ejemplo, la última de Cataluña), pone de manifiesto la desvinculación del proceso parlamentario respecto del proceso electoral que constituye su fundamento. La disolución anticipada constata la incapacidad del Parlamento para traducir y ejecutar la sentencia dictada en su día por el cuerpo electoral y supone, en consecuencia, un reproche de los elegidos a los electores por haber adoptado una decisión de imposible cumplimiento.
En la disolución anticipada hay siempre un elemento de subversión de la naturaleza democrática del sistema político. Es una especie de censura de los representantes respecto de los representados, a los que se insta a que se pronuncien de nuevo "de forma adecuada". Se produce una inversión de la lógica del sistema, ya que, en vez de ser los partidos políticos los que se esfuerzan por traducir el mandato de los electores, son éstos los que deben acomodarse a la voluntad de dichos partidos.
Es verdad que tal inversión es temporal y que tiene que volver al mismo punto de partida, al cuerpo electoral, pero no por eso deja de serlo. De ahí, que sea un indicador, el más importante en el régimen parlamentario, de que algo no es que no funcione bien, sino que empieza a funcionar francamente mal.
En un Estado políticamente descentralizado el recurso a la disolución anticipada resulta todavía más preocupante. Si empieza a hacerse uso de la disolución en las 17 comunidades autónomas, es más que probable que la estructura del Estado de las Autonomías no pueda resistirlo.
Por eso lo que ha ocurrido en Andalucía no debería tomarse a la ligera. La composición del Parlamento de Andalucía tras las elecciones del 12 de junio de 1994 no debería haber conducido nunca a la disolución anticipada. No es una composición "políticamente imposible", sino todo lo contrario. Pero frente a la capacidad para llegar a acuerdos únicamente de desgobierno y no de gobierno (243 veces ha votado IU con el PP y sólo 45 con el PSOE) es realmente muy poco lo que puede hacerse.
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