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O subir o bajar

Respecto a la situación política española actual suele decirse, con la buena intención de que mejore, que "esto no puede seguir así". Pienso que tan ingenuo deseo sólo tiene un punto de razón, y es que no puede mantenerse así, pero sí puede empeorar, porque toda estructura en proceso de desorden y abandonada a sí misma tiende a agravar su degeneración. A la situación actual, como a la flecha en el aire, según nos enseñó Saavedra Fajardo hace siglos, sólo le queda elegir entre "o subir o bajar". Lo que no puede es paralizarse. Pero sólo es posible detener este proceso degenerativo si se quiere y si se llevan a cabo ciertas actuaciones encaminadas a ello.Para conseguir lo cual, la primera condición es que políticos, jueces y periodistas estén dispuestos a contribuir desde sus respectivos oficios a que la vida política recupere la dignidad que ha perdido. El enfrentamiento entre políticos no debe consistir en arrojarse libelos y querellas a la cabeza, la profesión periodística no ha de reducirse a narrar escándalos, a transmitir o inventar rumores malévolos y a desvelar dossiers encargados y pagados por financieros al uso, y el poder judicial ha de sancionar, por rechazo de quienes tienen competencias para ello, el activismo de algunos jueces, el protagonismo de otros y la clamorosa incompetencia de alguno.

La reacción ante las sensatas y recientes palabras de Pujol orientadas a la predicación de este cambio de conducta es un magnífico ejemplo de cómo la mala fe de unos, la impaciencia de otros y la desconfianza casi general pueden convertir un razonable ejercicio de saneamiento en un supuesto y torpe intento de autoprotección. Si a quien aconseja sosiego se le interpreta como defensor de leyes de punto final, constitucionalmente imposibles, por cierto, y a quienes proponen que los políticos se dediquen más a hacer cosas en el presente y en el futuro, que no a aprovecharse del último escándalo, se les considera abogados de causas perdidas y encubridores, de quién sabe qué atroces delitos, no saldremos nunca de esta situación degenerativa y la política española continuará oscilando entre la crónica judicial y la narración de corrupciones financieras, tan desmoralizadoras en sí mismas como capaces de manchar, por disparatadas que sean las imputaciones tácitas, a quienes aparezcan lejanamente relacionados con alguno de sus protagonistas. Por ahí sólo se va a la degeneración de la política y a la pérdida de arraigo de las instituciones democráticas.

¿Qué hacer para frenar este proceso, que no sea limitarse a predicar sensatez con el riesgo de ser tildado de ingenuo o de encubridor? Tratemos de ofrecer algunas recetas de inmediato cumplimiento y de posibles efectos benéficos, bien entendido que para conseguir lo segundo es indispensable proceder sin aplazamientos ni treguas, pues el proceso de saneamiento no debe postergarse para después de las elecciones de marzo de 1996, momento en el que las cosas pueden haber llegado a puntos cercanos al de irreversibilidad.

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Es necesario devolver al Parlamento su centralidad en el sistema institucional del Estado. Las Cortes Generales aprueban leyes importantísimas, como el Código Penal, y adoptan decisiones de gran calado, como, hace poco, la de rechazar el proyecto de acuerdo entre Marruecos y la Unión Europea, y, sin embargo, lo que ocupa mayor atención periodística es la comisión senatorial sobre los crímenes del GAL. La aprobación de tan oportunista y demagógica comisión, que no va a aclarar a estas alturas nada que no esté ya residenciado en manos de los jueces, y la atención que se le presta ponen de manifiesto el riesgo de desnaturalización de las funciones del Parlamento. No es que la de crear comisiones de investigación esté impedida por la Constitución, pues de modo expreso su artículo 76.1 las permite para una, otra o ambas Cámaras. No es tampoco que no esté previsto constitucionalmente el engarce entre comisiones parlamentarias e investigaciones judiciales, pues algo dice sobre ellas el mismo precepto citado. Es un problema de oportunidad y de recto uso de las facultades constitucionalmente permitidas. Tal vez por vía de reformas legales pudieran evitarse disfunciones, como estos días se ha señalado por parte del titular del más alto cargo judicial, pero, aunque así fuera, siempre estorbaría lo que ahora sobra: voluntad de oportunismo destructivo en quienes hubieran de aplicar tales normas. Si no se desecha ahora mismo esa intencionalidad en el uso de las comisiones y de otros trámites parlamentarios, el propósito de regenerar desde y en el Parlamento la vida política será vano. Otro peligro acecha también en sede parlamentaria que urge conjurar. La solicitud de suplicatorio en relación con el diputado Barrionuevo parece que ha levantado en algunos miembros de su grupo la tentación de votar en contra de su concesión. En conciencia, cada cual puede votar lo que crea justo. Pero sería un grave error que la mayoría del Grupo parlamentario Socialista se inclinara en favor de la denegación del suplicatorio. En primer lugar, porque no parece que haya en su solicitud ningún rastro de aquellas circunstancias excepcionales en cuya virtud pudiera ser rechazada atendiendo a la conocida jurisprudencia del Tribunal Constitucional: razón primera que debería bastar para acceder a lo que se ha pedido. En segundo y tal vez innecesario lugar, conviene tener en cuenta que la jurisprudencia citada es tan clara que en el supuesto de la denegación se produciría un problema cuya solución por parte del Tribunal Constitucional es de todos sabida. Una tercera consideración en favor de que no se pongan obstáculos donde no debe haberlos consiste en la necesidad hoy acuciante de que cada institución cumpla sus funciones y no otras, y la concesión o la denegación del suplicatorio no son ni los momentos ni los instrumentos para llevar a cabo una estrategia de acusación ni tampoco de defensa en favor de quien, obviamente, tiene pleno derecho a ésta, pero en otros momentos que están por venir y no conviene anticipar, y en otra instancia, la judicial competente. Si se evita este error, se habrá contribuido a cumplir el primer mandamiento exigible cuando las cosas están mal, y que consiste en no empeorarlas de manera consciente. Ni siquiera para, ganar tiempo, estrategia que en relación con otro problema podría ser contraproducente.

La anticipación de la fecha de las elecciones generales a marzo de 1996 debe ayudar a aplacar impaciencias, distender ánimos y despejar horizontes. Falta, sin embargo, conocer un dato importantísimo: quién va a ser el candidato del partido socialista. Quienes desde dentro del propio partido pretenden que Felipe González repita su candidatura presionarán sin descanso para arrancar su consentimiento hasta el momento anterior a aquel en el que el interesado lo deniegue oficialmente. Para evitar tensiones innecesarias, si la decisión está ya tomada, sería bueno que su publicación oficial se formulara cuanto antes. Si la decisión del actual presidente del Gobierno fuera la de continuar y repetir, también sería conveniente que todos, propio! y extraños, incondicionales, condicionales, adversarios y enemigos, que de todo hay, supieran cuanto antes a qué atenerse. Si su negativa se mantuviera cerrada, como hasta ahora, parece necesario que también cuanto antes se pusisera en marcha el proceso interno de designación del nuevo candidato. Todo son, pues, razones para hacer público el contenido de la decisión. El no haberlo hecho ya es otro factor que enrarece el ambiente, de sobra cargado. ¿Por que, pues, el presidente guarda silencio?¿Acaso espera que posibles cargos extraestatales despejen dudas acerca del noviembre del candidato sucesor? No lo creo, porque esta hipótesis es muy reciente.¿Se trata tal vez de que se quiere que decisiones judiciales procedentes de, la Sala Segunda, :del Tribunal Supremo queden reducidas al procesamiento de otras personas, y a la exclusión tácita del suyo, de manera que pudiera decir que no quiere ser candidato, pero que en su decisión no intervienen factores judiciales, sino su sincera y vieja intención de no contribuir con su presencia al aumento de tensiones degenerativas que él es el más interesado en suprimir, o al menos en que no sigan aumentando como efecto no querido de su mera presencia en el escenario político nacional? Quizá vayan .Por ahí las dudas y los aplazamientos. Pero si es así debería tenerse en cuenta, a la hora de concentrar cualquier cálculo de fechas, que el calendario judicial suele ser lento, siempre mas lento de lo previsto.

Quedan otras muchas recetas por analizar, en orden a, conseguir, con ellas, y no sólo con recomendaciones genéricas, el sosiego y la reflexión que la situación requiere. Mucho podrían contribuir al logro de, este fin quienes dentro del poder judicial tienen competencia para exigir responsabilidades disciplinarias (al menos ésas): si, se consiguiera que los últimos desmanes por acción, palabra u omisión resultaran sancionados y cada juez quedara en su sitio, que a veces no es el, que ocupa; si se lograra que algún alto, responsable de¡ gobierno de los jueces gobernase más y moderase sus, vehementes acusaciones televisa das contra el Gobierno, dando con tal futura moderación ejemplo de continencia verbal; si los financieros instalados en las cercanías del Código Penal, o acaso dentro de él, fueran rápidamente encausados por, los jueces competentes y en procesos. cuya rapidez no pusiera en riesgo ninguna de las garantías y derechos que la Constitución les reconoce; si todo esto fuera realidad próxima y no esperanza incierta, mucho se habría conseguido también en aras de la recuperación de la perdida dignidad de la vida política.

En todo caso, si nada de esto se lleva a cabo ya; si todo se abandona o se posterga; si la oposición, continua pensando que cuanto más revuelto esté el río mayor será la ganancia de quienes pescan en la orilla derecha; si se cree que éstas o parecidas recomendaciones son fruto de la voluntad de encubrimiento de delitos propios o ajenos, que por otra parte están ya residenciados donde deben estar, es decir, ante los tribunales compententes, que seguirán adelante su marcha lenta, pero inexorable; si no se hace nada o muy poco para avanzar en la dirección buena, que nadie, se engañe, todo empeorará. Porque la flecha en el aire no se para: o sube o baja.

Francisco Tomás y Valiente es catedrático de Historia del Derecho

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