¡Vivan los bajitos!
Un día de otoño de 1972 un pujante veinteañero llamado Mijaíl Nikolaievich Barishnikov (Riga, 1948) bailó en el Teatro de La Zarzuela de Madrid, en matiné y noche, dos pas de deux clásicos. Por la tarde, a las siete, hizo Coppelia con Elena Victorovna Evteeva (Leningrado, 1947), soubrette perfecta; y por la noche, a las 11, un fulgurante Don Quijote con la mejor Kitri del Kirov de aquellos tiempos de oro: Gabriela Trofímova Kómleva (Leningrado, 1.938), que ganó la medalla de plata en Varna en 1966 mientras Misha obtenía el oro.Ya entonces el público, según relatan quienes estuvieron en el coliseo de la calle Jovellanos, vibró y gritó. Misha dio una lección de cambio de registro estilístico -y hasta técnico- entre las dos funciones, teniendo en cuenta la compleja versión del dúo de Coppelia que entonces exhibía el Kirov (un tardío arreglo de escuela, atribuido a Fokin sobre el original). Aquellas mujeres, grandes estrellas de ayer, ya no están en activo y, sin embargo, Barishnikov, desafiando el orden de Lany (sic, Noverre), sigue en la brecha.
White Oak Dance Project
make like a tree: Kraig.Patterson Alberto Ginastera; Pergolesi: G. B. Pergolesi. Twyla Tharp; Mosaic and united: Mark Morris Henry Cowell; Blue Uron: Joachin Schlömer Alfred Schnittke. Festival de Otoño. Teatro Albéniz. Madrid, 9 de noviembre.
No recuerda Madrid en muchos años expectación como la que ha generado ahora el que se dio en llamar el dios de Riga. Reventas de infarto, famosos de vestíbulo, balletómanos militantes; todos a una. Es así: éste artista inflama pasiones desde siempre, tal que tampoco fue gratuito que Jacobson le creara el solo inspirado en Augusto Vestris (el Divino Vestris del siglo XVIII, paradigma de virtuosismo) en 1969. Ahora Twyla Tharp desanda por la misma vía de explotación del intérprete assoluto en Pergolesi y otra vez, tras 23 años de ausencia, los madrileños aullaron de placer y batieron palmas para un bailarín bajito de estatura, pero grandísimo como pocos. Su halo y dominio escénico, su histrión y lo mucho que le ha dado Broadway, le facilitaron meterse en el bolsillo al público.
Pergolesi es un juego irónico autobiográfico que no ofende la tradición académica, sino que retoza amablemente con ella (Misha es muy listo: sabe que le debe todo al ballet como tal, entre otras cosas, esa envidiable formas física); Tharp coloca poses que van desde Giselle y Lago de los cisnes a La siesta del fauno y el chiste del ala de la sílfide. El poder de descomponer poses y frases enteras del bailarín facilita el tono de la obra, nada densa ni pretenciosa, sino entretenida, donde el espectador intima con esa especie de pierrot solitario, escapado a la cámara negra desde un muro de Tiépolo (va de blanco puro, como los muy traviesos de Ca'Resonico, y su baile respira eso: pureza).
Pero la gran coreografía de la noche fue la de Mark Morris sobre una estupenda música de Cowell: roza la obra maestra su sentido de la: armonía y un cierto cartesianismo a su manera, limpio, de profunda libertad expositiva. Y eso es lo que respira todo el proyecto del roble blanco: un aura blanca y generosa de crear en libertad y por la libertad de la danza, desde sus medios de nueva academia a su alegre diversificación estilística. Es el White Oak Dance Project un ballet de cámara que respeta todos los planteamientos (planimetría, escala, montaje, número coral) de su formato, de origen.
La exquisita pieza de cierre, Blue heron, es un poema lleno de largos versos plásticos, sugerentemente armados sobre esa densidad poderosa y plúmbea del gran Schnittke; el resultado afina en su pulimento hasta dar con un lirismo nada frío y evocador del mejor arte abstracto donde hay leves referencias a las ninfas de La siesta... y donde a Misha se le transporta a veces sin tocar el suelo vuelo que, sin duda, merece y disfruta.
Talante escénico
Las comparaciones siempre son en estos casos un peligro: Barishnikov nada tiene que ver con Nijinski -una leyenda- salvo en que son héroes bajitos, ni con Nureyev -otro tipo de artista-; si de buscar paralelos o concurrencias, mejor ir hasta Vasiliev. -más elegante, sin duda- o a Soloviev -más potente, menos refinado-. El talante escénico de Barishnikov no es misterioso, sino de certera huella sobre el aire que le rodea pero que no le toca ni le frena.Aún conserva el ruso su líquida pirueta a la izquierda y una fresca dinámica de enlace, lo mismo que un balloon naturalísimo y podigioso que crea la ilusión de quedar suspendido en el espacio. Además cítese un sexto sentido, que es en realidad un instinto básico, para dotar de intenciones creíbles y respetables a los movimientos, ya sean amplios despliegues o sutiles sugerencias, y de ahí la huella en quien le ha visto y quien le ve, convirtiéndose en símbolo como Balon, como Nijinski.
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