Suker: sigue la leyenda
Entre partido y partido, Davor Suker se transforma en un artista bohemio. Se sienta en el reservado de cualquier barcito, preferiblemente junto a una mesa camilla, y frota la piedra de su sortija de oro para arrancarle un chispazo de color violeta. Luego desenfunda un pitillo rubio y sigue un minucioso ritual: lo manipula con una delicadeza de investigador, casi como si fuese un tubo de ensayo; le mete candela con la máxima discreción, y tira del humo en largas bocanadas azules. En ese punto sus ojos de lobo parecen empañarse. Probablemente es entonces cuando disfruta de sus mejores goles; de los goles que ya marcó y de los goles que sólo ha podido soñar.Es cierto que él viene de burlar todas las leyes del juego y de la física: en Chile hizo campeona a la antigua Yugoslavia con esas apariciones suyas de partisano, siempre terminadas en un pelotazo que hacía temblar las vidrieras del estadio; en Belgrado volvió a inventar la pólvora, y en Zagreb se le recuerda todavía por sus trucos de prestidigitador. Sin embargo, alcanzó la cumbre hace sólo unos días, no muy lejos del lugar donde Mirón puso al Discóbolo en posición de tiro. Fue ante el Olympiakos, y es preciso recordar despacio.
Se jugaba la prórroga y el equipo local había conseguido remontar la eliminatoria en dos de esas jugadas electrizantes que hacen, del fútbol una experiencia psiquiátrica. Agotados por la tensión, los jugadores hacían un último intento de respetar las consignas: guardar la línea, relevar a los laterales, doblar a los volantes, animar a Carlitos, buscar a Davor entre las columnas griegas. Estaba claro; el partido había entrado en una de esas fases de descomposición en la que se disuelven consignas y voluntades.
De pronto, falta a favor del Sevilla en el eje de simetría del campo. La pelota debería recorrer unos treinta metros, así que lo más aconsejable sería ensayar un tiro plano y confiar en la carambola. En esto una voz íntima puso a Davor en situación de alerta: Cuando la táctica no alcanza, debe aparecer el genio, oyó decir al espíritu de Garrincha en mitad del aturdimiento. Dos años antes, en una situación más favorable, Bebeto se tapaba los oídos, se escondía detrás de Djukic, y su equipo, el Depor, entregaba una Liga al Barcelona.
Davor miró la pelota como se mira la bola de cristal. Quizá viera una figurita chueca en el interior: era el viejo Mané que había salido por un instante de su infierno de ron.
Dio tres pasos y conectó con él. No tiró a gol: se limitó a recitarlo. De memoria.
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