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Reportaje:EXCURSIONES: LA HERRERÍA

Oro y escoria

El robledal de San Lorenzo de El Escorial se pinta de vivo color con los primeros fríos del otoño

Está escrito que en 1582, allá por el siglo V a. G. (antes de Greenpeace), Felipe II ya avisó al presidente del Consejo de Castilla: "Una cosa deseo ver acabada de tratar. Y es la que toca la conservación de los montes y el aumento de ellos. Que es mucho menester y creo que andan muy al cabo. Temo que los que vinieren después de nosotros han de tener mucha queja de que se los dejemos consumidos, y plegue a Dios que no lo veamos en nuestros días".Conviene advertir que el rey era un escopetero nato y que lo más probable es que hubiera corrido a perdigonazos a cualquier ecologista de los de ahora. Pero como no hay mal que por bien no venga, su preocupación por el aumento de los montes (léase cazaderos) nos ha deparado a los madrileños algunos de los bosques mejor conservados de España, entre ellos el robledal de La Herrería, donde (curiosamente) una placa fijada en la Silla de Felipe Il recuerda a los visitantes: "Una cosa deseo ver acabada de tratar...".Precisamente será este mirador, desde el que el monarca espiaba a los artífices de El Escorial, el punto de partidade nuestra gira. Una excursión que nos permitirá conocer cómo era el bosque de roble melojo (Quercus pyrenaica), el mismo que durante milenios ribeteó las faldas de la sierra, antes de que sufriera los hachazos de los carboneros, agricultores, ganaderos y promotores inmobiliarios, eso por no hablar de los tipos que en su día repoblaron con pino a diestro y siniestro, como si les fuera en ello la reconstrucción de la Armada Invencible. Y si es en otoño la visita, cuando los primeros fríos pintan la fronda de oro viejo, pues miel sobre hojuelas.Cerca del observatorio real, una barrera impide el paso de vehículos por la carretera que se adentra en las profundidades del melojar. Declarado paraje pintoresco en 1961 y gestiona do por el Patrimonio Nacional, éste es, en efecto, patrimonio de todos los españoles, del único coronado y del último vagabundo, de todos menos de los que se empeñan en llegar en coche hasta el fin del mundo.

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De Sol a la Silla

Las hojas lobuladas del melojo, doradas a fuego lento por el sol huidizo de octubre, componen barrocos tapices entre los cuales serpentea la vía asfaltada, destellando aquí y allá el rojo arce de Montpellier y la copa amarillenta del fresno. Es fama que en esta espesura habitan el milano y el gavilán, la garduña y la comadreja, el zorro y el gato montés; más el excursionista, que no es persona de demasiada fe, sólo sabe ver, la tierra hozada por el jabalí y escuchar el martilleo del picapinos, dueño de carpintería volante.

Un kilómetro más adelante, la fuente de la Reina (1786) surte cuando le da la real gana a la sombra de unos castaños. Antonio Ponz, coetáneo de la fuente, los describe en su Viaje de España como "de troncos agigantados y de una fruta pequeña sabrosísima". Verificar o no este último extremo es algo que dejamos al libre albedrío del paseante, advirtiéndole, eso sí, que los que crecen a manderecha del camino lo hacen dentro de propiedad privada.

Otra finca particular, pero ésta ganadera -y eso se nota porque no hay árboles, ¡adiós estorbos! nos saldrá al paso cuando abandonemos el asfalto y remontemos el barranco junto al que sé alza la fontana. Bordeando meticulosamente su tapia, primero hacia levante y luego hacia el suroeste, ganaremos en media hora larga el collado de Entrecabezas, para acometer acto seguido la ascensión a la Machota Alta (1.461 metros), que culminaremos en otro tanto.

Piedras caballeras de formas inauditas jalonan el, fatigoso repecho. Sé llaman la Bola, el Badajo, el Fraile..., y tales parecen. Llegados al pie del último mogote, firmaremos religiosamente en la libreta allí depositada por un club montañero y comenzaremos el descenso por la ladera norte sin perder de vista la linde amurallada que hasta entonces hemos seguido. No hay pérdida posible: el oro de La Herrería reluce entre tanto escorial de piedra berroqueña.

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