Espléndido Bartok
Continúa el Festival de Otoño su largo paseo por la obra de Béla Bartok sin que un empeño de tan alto interés parezca despertar el entusiasmo de nuestros melómanos habituales que parecen anclados en el sota, caballo y rey que, aun cuando sean de oros, acaban por producir fatiga.La verdad es que no saben lo que se perdieron aunque debían haberlo supuesto: las dos sonatas para violín y piano de Bartok interpretadas por Marcovici y Beisser suponen una oferta de absoluta categoría. En cuanto a una posible resistencia al gran músico húngaro -que otras parece no existir- se me antojaría pintoresca, pues se trata de un clásico del siglo XX al que dentro de un lustro nos referiremos como significado representante del siglo pasado.
Ciclo Béla Bartok
Silvía Marcovici, violín, y Jean François Heisser, piano. Obras de Bartok. Auditorio Nacional, 17 de octubre.
Bartok encarna uno de los momentos más elevados de nacionalismo musical europeo trabajado sobre el dato y la investigación folclorística, primero; esencializado y universalizado, después, en partituras como los conciertos para piano, violín y orquesta, la música para celesta y una producción de cámara centrada por los seis magistrales cuartetos y otras muchas páginas. Así, estas dos Sonataspara violín y piano, escritas en 1921 y 1922.
Se instala Bartok, con todo su pensamiento radicalmente nacional en el mundo de las formas y expresiones europeas que va desde Claudio Debussy a las vecindades de Schóriberg, más por la práctica del expresionismo, como respuesta al impresionismo latino, que por obediencia a sistema o tendencia alguna. Si algo fue Bartok, se caracterizó por su libertad a la hora de pensar la música y de traducirla a través de ritmos y colores, violentos a veces, líricos en ocasiones, pero siempre inscritos en el amplio campo de la tonalidad. Del repertorio directamente popular tuvimos una espléndida demostración en las Danzas rumanas de Hungría.
La energía sonora de Silvia Marcovici, su exactitud, su esplendoroso virtuosismo y una impronta personal de irresistible atractivo, nos avisaba desde las danzas lo que iba a ser su interptetación de las sonatas, de manera especial la segunda, de tanta belleza como sabiduría constructiva, mientras la sonata primera se pliega a una voluntad de cantar libre, cromática y con tanta intimidad como exaltación.
En ambas páginas, más acusadamente en la segunda sonata, resplandece la gran independencia entre la parte del violín y la del piano aun obedientes ambas a un pensamiento de gran unidad. Es necesario, por lo mismo, la colaboración de un pianista de tanta categoría como el francés Jean François Heisser que supo penetrar hasta en los últimos secretos del pensamiento bartokiano para desvelarlos con toda claridad. En definitiva, una tarde musical fuera de serie.
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