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Reportaje:

Prodigios tras una gasa pintada

Lo que los espectadores no atisban en una función de teatro y danza

-¡Quiero salir!- grita una voz aniñada tras el telón.Los espectadores, aún con el ambientador en la nariz, acaban de sentarse en la butaca roja. Les espera La zapatera prodigiosa, de Federico García Lorca. Doce actores y bailarines, un director y varios técnicos la harán realidad sobre el escenario del teatro La Latina. Un relato colorista y danzarín alrededor de la inconformista esposa de un zapatero de un pequeño pueblo andaluz. Una historia como- cualquier otra de las que se representan hoy en alguno de los 32 teatros que se anuncian en la cartelera de Madrid.

Pero la que sigue es otra historia bien distinta. La que discurre tras el telón que aún no ha subido, al otro lado de los decorados teñidos de azul, la que se cuela en el estrecho pasillo que une ambos lados del escenario y surca un tiempo que nada tiene que ver con con las dos horas. cortas que dura la función. Y es una historia de momentos mágicos y dolor; rictus cómicos y emociones que se esconden por las esquinas. Y escalofriantes prodigios:

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Mientras el viejo zapatero (en realidad Roberto Álvarez ' de 39 años) se va y se lamenta. de su suerte al haberse casado con la zapatera (Natalia Dicenta, de 33) frente a los espectadores, casi al final del primer acto de la obra, suena un zorongo (baile popular andaluz).

Es entonces cuando la niña, Alicia Mántaras, se levanta de una silla de espalda al envés del decorado y, de un segundo a otro, adquiere su auténtica identidad: no importa que lleve coletas y un delantal, calcetines de perlé y que haya hablado como una cría de siete años en escena. Tiene 37, su vieja chaqueta marrón -que utiliza entre cajas (lo que el público llama entre bastidores o bambalinas, a los lados y detrás del escenario) desde hace tiempo cubre ya los giros de su cuerpo adulto de bailarina experimentada, cedida por la Compañía Nacional de Danza para la obra. Una hermosa improvisación de la también coreógrafa le hace crecer.

Otro actor, el gigantesco Javier Garrido, de 28 años, el mozo del sombrero, es su único público. Javier, surgido de la escuela que el Teatro. de la Danza, corresponsable del montaje, tiene en Getafe (144.000 habitantes),. siempre atisba el final del primer acto para concentrarse porque tras el descanso está en escena.

Segundos antes de dejar las cajas, la niña vuelve a serlo: ojos juguetones y sonrisa beatífica. Cuando regresa, lo hace sorbiéndose las lágrimas, y eso que ella no es actriz: ha dado una mala noticia. Se coloca entonces en una de las puertas dedecorado, construida con una gasa pintada de azul por detrás es transparente iluminada por delante, es opaca; uno de, los trucos del decorado, importante para esta obra, según cuenta la ayudante de dirección Amelia Ochandiano: "La casa está abierta, falta intimidad". Amelia o Luis Olmos, el director, se turnan para ver la obra desde las butacas.

Cuatro personalidades

Tras la gasa, mientras moquea, Alicia atisba los tangos, cuando todas las vecinas bailan atosigando a la zapatera y cae el telón. Al fin y al cabo, el número es como su hijo,

En apena! unos minutos Alicia ha sido la niña, la bailarina veterana, otra vez una mocosa y por fin la coreógrafa.

En una función como ésta, en la que los mismos actores, interpretan varios papeles, se suceden las personalidades: las vecinas verde y negra, Olga Castro (21 años) y Fuensanta Morales (29, quien tiene su propia compañía, Contratiempo), bailarinas flamencas, tienen que ser además las hijas de la vecina roja (Gema Gallardo, 33 años, quien colabora desde la Compañía Nacional de Danza). Con unas pelucas rubias, han de sujetar la furia de su madre (enemiga pasional de. la zapatera), aprisionándole los brazos aún entre cajas. Lo hacen por orden del director, para que la roja, que ha tomado aire, salga hecha un basilisco al escenario. Es la escena de los chopitos, bautizada así desde que un día el equipo directivo saliera a comer y volviera envuelto en olor a fritanga. Cuando el director le indicó a la roja el texto por donde tenían, que seguir ensayando ("estas niñas, pongo por caso"), la bailarina replicó:

-Estos chopitos, pongo por caso.

El resultado fue un ataque de risa invencible. Desde entonces, hasta en los ensayos la escena de las niñas es la de los chopitos. Gema, con su albornoz y su sempiterno pitillo, lleva el cabello a juego con el vestido rojo largo y le gusta pulular entre cajas y bromear.. Se quita y se pone los calentadores de las piernas constantemente. Le hace siempre el moño ala zapatera aunque minutos después, sobre 0,1 escenario, la odie e incluso azuce a la niña para, prepararla en una entrada en la que va de acusica:

-Venga, chivata, vamos...

La energía de la roja se la sabe bien la joven sastra, Nieves Garcimartín, de 21 añs: se ha cargado cnco abanicos en un año que lleva la representación. Sin embargo, otra bailarina, Gadea, conserva el primero, diseñado, como todo el vestuario, respetando la época (años veinte).

Paco Hernando, bilbaíno de 39 años (miembro del grupo vasco Tarima teatro, coproductor de la obra), es el primero que aparece en escena, aunque la función ha empezado antes:

-¡A cinco minutos para comenzar!- avisa Gabriel Nistal, el joven regidor (25 años). Gabi, que gasta barba, es el que mejor conoce cómo tiene que transcurrir la obra. Y si, por ejemplo, el telón sube o baja tarde, es culpa suya. También es él quien -decide, midiendo la intensidad de los aplausos, cuántas veces pueden saludar los actores al final.

Es cuando dice por el micrófono que le Comunica con Mar García (29 años) y Paco Izquierdo (31), los técnicos de sonido y luces: "¡Preparados para glória!" Eso significa que hay que bajar y subir el telón rápidamente con un guiño de luz para que los actores saluden. Mar y Paco, magos de los teclados, están encaramados en el segundo piso frente a frente. Hubo una vez, que Paco, un castizo de Aluche -hijo de Marta, la señora del guardarropa, que lleva 37 años en el teatro-, quiso recitarle la escena del balcón de Romeo y Julieta a Mar. Le preguntó el texto a una espectadora que se moría de la risa.

En el pequeño cuartito del regidor hay una Virgen bastante grande. Y recuerdos que dejan todos sus colegas: postales, estampas o dibujos llenos de dedicatorias. En la cabina de Paco, que está enamorado del teatro -%a que está bonito?", pregunta. con orgullo-, hay un Cristo iluminado, una Virgen del Rocío y varios santos. Siempre los toca antes de marcharse. Mar solía trabajar con una piedra de cuarzo al lado hasta que un día se la dejó en casa. No la volvió a traer.

El teatro, con 1.000 localidades, guarda un par de secretos: el camerino número uno, siempre cerrado, de la propietaria,- Lina Morgan, atiborrado de recuerdos, con una colección de elefantes con la trompa hacia arriba -dan buena suerte-, mucha imaginería religiosa, un cuarto de baño bien equipado y mucho amarillo, porque no es supersticiosa. El otro tesoro es el palco preferente de la actriz.

-¡Faltan dos minutos! -Vuelve a recordar Gabi. La voz suena en todos los camerinos.

Puede que entonces esté atisbando al público tras el telón, sobre el escenario, el zapatero, Roberto Álvarez, productor también de esta obra: "Todos los teatros tienen un agujero en el telón hecho con un cigarrillo y éste va y no lo tiene". Pese a las 180 representaciones que lleva La zapatera, Roberto siempre quiere dejar la profesión una hora antes de salir. Natalia Dicenta, de 33 años, la zapatera, con su sencillo vestido verde, se prepara para reclamar a gritos su presencia. Estará casi constantemente ante losespectadores.

Paco Hernando, el vasco, sustituye al propio García Lorca en la presentación del espectáculo. Por eso va vestido con traje de etiqueta, que se quitará en cuanto termine de contar al respetable lo que le espera. Él es el responsable de que la parte trasera del escenario esté decorada con las fotos de los jugadores del Atleti de Bilbao, su equipo. Paco también Don Mirlo, corre por detrás del escenario para relajarse. O hace juegos malabares mientras repasa mentalmente el texto que debe recitar. El otro vasco y seguidor del equipo d fútbol, Iñaki García, hace de alcalde rijoso gracias al maquillaje aunque su realidad es muy otra: tiene 33 años. Cuando hay fútbol, tratan de que la función acelere.

Jesús, el maquinista, ya est preparado para levantar el telón "Gabi, mete tercera y empezamos", le dice al regidor.

Y empiezan: la sastra ha vestido a la protagonista, Natalia Dicenta, y sube al acogedor camerino de las cuatro bailarinas flamencas: la vecina azul (Fuensanta Ros, de 29 años, del Ballet Nacional de España), la morada (Gadea San Román, 21 años), la verde y la negra.

"No sabes quién eres"

-Acabas el día y no sabes quién eres -suelta Gadea, la morada quien acostumbra a pasar tiempo libre en el camerino escribiendo al revés. Lo dice por que a veces es enemiga de la zapatera y a veces no, cuando convierte en gitanilla con la ayuda de la sastra que las desviste viste a todas:

-Hija, todo el día estamos en mallas.

Nieves, la sastra, tiene un importante colaboración al fin. Siempre se esconde en una esquina, detrás del escenario, con una pistola en la mano. Es por si falla el disparo del trabuco del zapatero con el que prácticamente termina la función.

. ¿Parezco del Sacromonte -se vuelve la vecina azul, con unos caracolillos sobre la frente trocada en gitanilla.

Entre los que se prepara para entrar y los que salen del escenario siempre hay alguien atusándose el pelo o colocándose el vestido enfrente del pequeño espejo estratégicamente colgado de las tripas del escenario. Cuando las vecinas están a punto de saltar a escena, hace su aparición Roco, el perro del teatro: se sienta quieto, muy serio y muy formal, a dos metros del escenario y, simplemente, mira a los cómicos. Los actores le conocen y saben que nunca se ha metido en las tablas. Aun así, uno exclama: "Cualquier día se mete en el escenario".,

Tres de los cinco días de trabajo hay dos funciones. Entonces, entre una y otra, los actores bajan a la cafetería del teatro a merendar. "Y si es sábado, tenemos partido de fútbol", comentan los hombres. Lo del ocio, el zapatero lo ha solucionado con la tele que se ha puesto en su camerino. "Se nota que este teatro pertenece a una actriz [Lina Morgan] porque se ha preocupado de que los actores estén cómodos. Los camerinos en los teatros privados son una mierda. Los empresarios se preocupan de las butacas, pero no de la zona de los actores", dice. En cambio, los camerinos del teatro La Latina tienen aire acondicionado y toma para televisión.' "Dicen que Lina Morgan empezó el teatro por aquí", señala el actor, quien en el entreacto y como productor recibe, el chivato: los teatros se llaman entre ellos para confesar su recaudación diaria. "Vamos los segundos", dice.

Con el segundo acto hace su aparición también el hambre.

Alicia, la niña, y Fuensanta Morales (la vecina negra) tienen preparado un bocadillo y una tableta de chocolate entre bastidores.

Entre salida y salida a escena, da tiempo para dar un bocado. Y para entretenerse, juegan a repetir lo que se dice en el escenario, pero con mímica, a veces, con elementos porno-cómicos.

La vecina verde, Olga, tiene cara de dolor sentada en una silla. Cuestiones menstruales. David Lorente, el mozo de la faja, de 25 años, le acaricia. La zapatera lleva un año de vida y ellos se enamoraron oficialmente hace siete meses, aunque cuentan que a David se le cambió la cara cuando vio entrar a Olga por la puerta. La historia cuajó en plena gira, en Miranda de Ebro. Por eso ellos sorprenden a las esquinas con un beso o se abrazan sentados en una escalera. Los dos viven en Getafe, "en el mismo barrio, encima", dice él, quien, como el mozo del sombrero, es alumno de la escuela y ayuda a cambiar el utillaje. Pero surge de nuevo el prodigio: la vecina verde sigue con cara agonizante, pero se levanta cuando le toca bailar:

-Se va a cagar [refiriéndose a la zapatera] todo el rollo que tengo aquí -dice señalándose el vientre-; se lo va a tragar -afirma muy convencida, avanzando hacia el escenario Una vez allí, su cara se ha suavizado.

Así, una o dos funciones díarias, desde hace un año, ocurre con todos: entre cajas se quedan los enfados, el cansancio, los nervios o el dolor que sobran. Y nadie, nadie lo ve.

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