Presos palestinos
LA AUTONOMÍA sobre la mayor parte de Cisjordania comienza a ser mucho más que un papel. Las escenas de júbilo en las calles de seis localidades cisjordanas, por la entrega de los centros de gobierno israelíes a las nuevas autoridades del territorio, así lo atestiguan. El repliegue de los soldados israelíes, que han comenzado a abandonar sus establecimientos en las mayores ciudades de Cisjordania y de 450 pueblos y campos de refugiados palestinos, constituye la mejor representación gráfica, tangible, de que ese vacío sólo puede ser llenado, si bien todavía en una medida modesta, por la asunción de una cierta soberanía por parte de la población local.Pero, como en este complejo entramado de desconfianzas, sangre y simas profundas que es el proceso de paz en Palestina, cada movimiento hacia la concordia parece que ha de estar inexorablemente punteado por su imagen en negativo, la liberación de una primera oleada de presos palestinos se presenta con toda suerte de dificultades, inconsistencias y peligros. Cuando se firmó el acuerdo de paz entre israelíes y árabes en Washington, en septiembre de hace dos años, había entre 12.000 y 15.000 presos palestinos, políticos y comunes, en las cárceles de Israel.
Los textos de paz eran totalmente vagos sobre su suerte, aunque iba de suyo que un proceso de liberación, sin duda más que paulatina, iba a ponerse pronto en marcha. En la actualidad, las cifras, aunque disputadas entre las partes, sitúan todavía a más de 5.000 o 6.000 palestinos en prisión. De ellos, alrededor de un millar están siendo liberados estos días, como primer pago a cuenta por el progreso en las conversaciones. Pero incluso esta medida de gracia, o de justicia, según el observador, tropieza con abruptas realidades.
Buena parte de los presuntos liberados no acepta su nuevo estado en protesta por la negativa israelí a poner en libertad a cuatro mujeres de un grupo de 27, acusadas de un acto terrorista. Aunque las autoridades sobre el terreno parece que querían liberarlas a todas, el presidente israelí, Ezzar Weizmann, que en determinados casos tiene que ratificar preceptivamente la medida, se ha negado a hacerlo con varias de ellas porque se hallan en prisión por delitos de sangre.
El resto del grupo de mujeres rechaza su libertad en esas condiciones, y el número de los presos que se suma en solidaridad a la protesta, aunque impreciso, es notable. Ello da pie en medios palestinos a acusar a Israel de incumplimiento de los acuerdos, al tiempo que hace más frágiles las demostraciones de alegría por la evacuación de las primeras tropas israelíes.
Ambas estampas son, por lo demás, trágicamente representativas de las aparentes incompatibilidades y recovecos de todo el proceso de paz; probablemente, no pocos de los que manifestaban su contento ante el repliegue de los ocupantes, protestaban con el mismo ardor por la retención de las presas. Y, sin discutir aquí lo bien fundado o no del ordenamiento jurídico israelí, parece que en un a situación de guerra patriótica en la que se sienten envueltas las masas palestinas la exención de la amnistía para ciertos delitos de sangre equivale a obstaculizar un proceso político por razones estrechamente -o incluso, emocionalmente- jurídicas.
No se diría que sea éste, por tanto, el mejor momento para poner en duda el procedimiento de reinserción palestina aplicado a una Cisjordania que, a mayor abundamiento, comienza a experimentar alguna capacidad de autogobierno.
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