Figurines de otoño
Vuelve el asesor. Igual que hace una década, cuando el pelo comenzaba a disminuir hasta el actual rapado y todavía no se había puesto de moda la timidez sexual fundamentalista, vuelve el asesor para asuntos culturales. Modelo principalmente de media edad y mañanero, ideal para desayunos de trabajo en hoteles de prestigio con fotógrafos presentes, no se sabe muy bien qué asesorará (y a nadie importa, y menos que a nadie, al asesorado), si bien ya se perfilan dos tendencias claras: el castizo -afición a la fabada, lenguaje legionario y alabanza del Pirineo-, y el cosmopolita, entendiendo por cosmopolita el fin de semana en Londres con una señora que huela mucho a ambientador, y perfecto dominio, en inglés de curso intensivo en Oxford, de las pintorescas horas de cierre de los pubs: o sea, más o menos lo que se ha llevado en la última década. Lo único realmente nuevo es el asesor en el Tercer Mundo, que viste mucho y comienza a tener peso en lo que los asesores de política internacional (otra especie de moda, pero menos), llamarían el escenario. Habrá que esperar a ver los resultados. Cuidado con las imitaciones, que proliferan como teléfonos sin hilo.Sigue el artista. No hay quien pueda con él. Inventado por los Románticos, consagrado por Baudelaire, difundido por Hollywood y normalizado y multiplicado por lo mucho que da de sí la industria de la cultura, aún se mantendrá durante unos años el modelo nacional de artista de idioma resultón y ademán genialoide para consumo mediático, que monta un número en la presentación de su producto porque sabe que a muy pocos les importa una higa el producto: lo que importa es la expectativa, la presentación, la frase, la amenaza. Tampoco ahí somos originales. A la ópera, Stendhal prefería el momento de antes de la ópera: cuando se apagan las luces. Lo que nos diferencia es que ahora se llevan las luces, el artista bajo las luces. Dos términos que parecían incompatibles. Algo teníamos que revolucionar.
El revolucionario ha muerto, vivan las cadenas. ¿Se acuerdan de cuando los universitarios colgabanel cartel del Ché y se dejaban el pelo igual que lo que habían visto en una foto de Hair o de Woodstock? Pues bien: más vale que no se acuerden. Aquello era de un aborregamiento insufrible, cierto, pero esta temporada y las doce o quince siguientes tendrán la oportunidad de redimirse: para los que quieran pedir perdón y expiar sus culpas, terno gris marengo o azul marino tanto para ir a la oficina como para jugar al golf, o para el esquí y el aprés-ski, o para la boda de su hermana. Si no tiene dinero, desapolille el de su padre y de paso vaya rescatando el foulard para acompañar el blazer de botones dorados. Para- los que vayan de originales, cazadora militar del Rastro -sí: aquel mismo verde guerrillero que en su día uniformó al intelectual urbano de medio mundo- y, si tiene mucho valor, barba larga tipo comandante entrando en La Habana; corta no vale pues puede ser tomado por un ministro, un jefe de negociado o un ligón. En cuanto al puro, sobre todo el Cohiba, es interétnico y en los últimos tiempos hasta plurisexual. De tendencia apolítica, lo que ya no se lleva es reconocer modestamente que viene del último envío personal de Fidel.
Se confirman el clasicismo y la tradición. Aunque se acentúa la tentación más agresiva de la publicidad, con asesinatos en directo para que se pueda comparar el rojo ensangrentado de ciertos atardeceres en islas paradisíacas a 80.000 pesetas la semana, y pese a la contratación como plató de una guerra de verdad por anunciantes de objetos muy aburridos, se comprueba una vez más que al madrileño medio le siguen gustando las Navidades en casa, la casa en propiedad, y la propiedad de la mujer o del marido para siempre (o por lo menos para el sábado), siempre y cuando ese marido o esa mujer no se la peguen: eso es lo único, desde Lope y Cervantes hasta la Plaza de Castilla, que el madrileño, personaje todavía estoico y curtido por el tráfico, no está dispuesto a soportar. Y que lo cuenten. Si encima de pegársela, lo van por ahí contando, el madrileño puede llegar a perderse.
En resumidas cuentas, colores chillones y llenos de alegría de la vida y de dramatismo por su paso acelerado, más visible en otoño, todo ello en los materiales nobles con que los modistos han promulgado siempre cualquier resurgir económico, aunque sea el de un bingo: sedas, cachemires, bemeuves, duchas multiuso y desayunos con pan importado de París para una población ansiosa de divertirse al regreso de un verano agotador, y sin embargo temerosa de que, como siempre, todos esos trapos no les vayan a durar. Sic transit gloria mundi, como se ha dicho en tantos, tantos octubres.
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