La libertad, el catecismo y el parchís
La Iglesia católica y los medios que le son afines están enojados con una resolución administrativa que incluye el divertido juego -según se cree, de origen indio- del parchís como una de las posibles alternativas a la asignatura de religión católica, y seguramente tienen motivos: no es razonable equiparar un juego con algo tan serio como los sentimientos religiosos. Lo que sucede es que la culpa de que se haya llegado a esa situación la tiene la propia jerarquía eclesiástica.La tiene porque es ella la que se opone a la única opción admisible en un Estado aconfesional, como es España: la de la libertad. En un Estado que carece de confesión religiosa, lo único admisible es que la religión se trate como lo que es, un asunto íntimo. La consecuencia de este planteamiento es muy sencilla: las creencias religiosas -las que sean: las católicas, las musulmanas, las judías o la carencia de ellas- su enseñanza y su práctica no pueden ser asignaturas que integren un currículo académico obligatorio, sino actividades estrictamente privadas y voluntarias, carentes de compulsión o reflejo oficial alguno.
Si todo se entendiese así, ningún problema habría, y muy bien estaría que en los centros de enseñanza públicos, y en los privados que así lo decidiesen, se facilitase -facilitase, no impusiese- a los alumnos el conocimiento de su religión y, para ello, se impartiesen a quienes así lo deseasen, una vez acabadas las clases y para aquellos que libremente -esto es, sin coacción- decidiesen asistir, clases de religión. Los que no lo deseasen podrían entonces dedicarse a las actividades de su elección, incluido, en su caso, el parchís, que no es sólo formativo. en el cálculo, sino también en la estrategia de toma de decisiones.
Pero la jerarquía católica, tal vez temerosa de que entonces disminuyese su clientela, no acepta la libertad. No la acepta, puesto que impone una opción obligatoria: o religión u otra cosa siempre obligatoria y en horas escolares, pero en ningún caso libertad. Esa imposición se plasmó en un hecho singular: un Acuerdo entre España y un Estado soberano -la Santa Sede- y, por tanto, extranjero, en el que se condiciona cómo ha de ser la educación en España.
Como consecuencia de ese Acuerdo se suprime la libertad religiosa en la escuela: los escolares y sus padres se ven obligados a elegir entre la clase de religión católica y otra cosa; pero quienes así lo desean pueden dedicar su tiempo a aprender el dogma católico -porque no de otra cosa se trata, como lo prueba el que los profesores de esa asignatura sean designados por la jerarquía católica- y quienes no lo deseen no pueden, al contrario que los primeros, disponer de su tiempo, ya que se ven obligados a hacer otra cosa.
¿Qué cosa? Cuando gobernaba la derecha se intentó que la opción fuese disuasoria -vale decir, favorable para la asignatura de religión- y se inventó una asignatura sedicentemente denominada ética, de dudosa coincidencia con la auténtica, ya que nada de ético hay en imponer una opción de ese género. Posteriormente, el Gobierno socialista cambió la cosa y estableció como alternativa siempre obligada- al adoctrinamiento católico el estudio dirigido.
Esto no fue del agrado de la jerarquía católica, que recurrió el decreto. Sus razones eran irrebatibles: vulneraba -no es broma- el principio de igualdad: mientras quienes, libre y voluntariamente, y ejerciendo su derecho a la libertad religiosa, empleaban su tiempo en instruirse en los dogmas católicos, quienes no lo deseaban empleaban obligatoriamente su tiempo en estudiar. Por tanto, estudiaban más que quienes asistían a clase de religión. Verosímilmente eso les llevaría a aprender más y, por lo mismo, a obtener mejores calificaciones. Se trataba, no hay duda, de una intolerable discriminación. No se podía consentir que quienes no deseasen estudiar religión empleasen libremente su tiempo, pero menos aún podía tolerarse que dedicaran esa hora a estudiar.
Nuestro Tribunal Supremo hizo suyo, muy suyo, ese incontrovertible argumento según el cual quienes estaban obligados a hacer algo concreto e impedidos de hacer lo que libremente eligiesen discriminaban a quienes, libremente, decidían adoctrinarse en la fe católica, Por tanto, declaró que el decreto era contrario a la Constitución, que consagra la libertad religiosa -tiene gracia-, porque favorecía a quienes no podían actuar libremente en detrirnento de quienes sí podían hacerlo y era por el discriminatorio -esto es aún más gracioso- para con quienes ejercían su libertad.
A la vista de la sentencia, el Ministerio de Educación aprobó una norma insólita en la historia educativa, ya que prohíbe que durante las horas de religión, los que no asisten a la catequesis estudien lo que el ministerio obliga a estudiar. Dicho de una forma más clara: hay algunas horas al año durante las cuales los alumnos que no asisten a clase de religión católica tienen prohibido estudiar. Ni el Tribunal Supremo ni el ministerio han señalado cómo hay que proceder con el alumno que, no obstante la prohibición, estudie: ¿deberá sancionarse, para no discriminar a sus compañeros católicos, su insolidaría e inmoderada tendencia al estudio? ¿Cómo habrá de sancionarse? .
La sentencia del Tribunal Supremo planteaba un problema de difícil solución: ¿qué hacer con unos alumnos que se empeñan en ejercer un derecho fundamental reconocido en la Constitución y se niegan a acudir a la catequesis, ya que no se les permite disponer libremente de su tiempo, cual hacen sus compañeros que frecuentan la catequesis, y ya que, por sentencia del Tribunal Supremo, no pueden estudiar -¿quizá.tampoco pensar?- para no discriminar a nadie? ¿Cómo debería hacérseles perder el tiempo de forma tan adecuadamente incitadora a elegir la opción de la catequesis que la Iglesia se aquietase y no impugnase más normas? Había que estar pendientes de la forma en que el ministerio resolviese este dilema teológico, porque la solución exigía imaginación. Y el ministerio la ha empleado: ha regulado hasta 34 actividades, obligatorias pero no discriminatorias para los catecúmenos. 'Según el ministerio, cabe suponer, ninguna de ellas debe exigir esfuerzos mentales que redunden en adiestramiento, ya que en ese caso habría discriminación. Entre esas actividades está el parchís.
No está claro que el parchís no ejercite la destreza en el cálculo y otras habilidades, pero los católicos se han enfadado. Sin embargo, han sido ellos los que han provocado, con su intransigencia y con su torticero argumento de la discriminación, esta situación: ya que se negaron a que los que no quieren asistir a clases de religión católica hagan, durante ese tiempo, cosas serias, como estudiar, es inevitable que realicen actividades frívolas. Por otro lado, no deberían menospreciar el parchís, ya que si lo hacen no podrán luego alegar que practicarlo es discriminatorio.
Esta surrealista situación, seguramente sólo posible cuando con la Iglesia se topa, es la consecuencia de negar la única opción razonable, constitucionalmente admisible y respetuosa con la libertad: que, acabadas las actividades escolares, quien quiera acuda a religión -y ya es bastante facilidad que se imparta obligatoriamente en el propio colegio: ¿se imagina alguien que se pretendiese obligar a los colegios a impartir clases de otra religión o, más simplemente, de racionalismo?- y quien no quiera que haga, en libertad y con ella, lo que desee. Quienes niegan la libertad y usan de la coacción no pueden luego quejarse si la actividad que pretenden imponer se equipara con el parchís.
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