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El hombre que quería ser estatua

Una vez había un fígaro de mediana edad que tomaba muy bien el pelo, pero tenía cierto ramalazo metafísico y una propensión incontrolable al esperpento. Aunque su nombre era Leonardo, todos le llamaban La Leona de Tetuán. Regentaba una peluquería ambivalente en el barrio de Chamartín. Narcisista empedernido, mantenía relaciones fluidas con los espejos y las filigranas.Los espejos, precisamente, fueron el inicio de sus despropósitos. Una noche, posando para si mismo ante la luna del armario, permaneció casi tres horas inmóvil remedando el instante en que Rita Hyworth. abofetea a Glenn Ford en Gilda. Cuándo salió del éxtasis, una idea d espeinada le arrebató el sentido: "Sólo los dioses y los grandes hombres consiguen ser estatuas; para ser estatua hay que tener la cara muy dura; luego los dioses y las celebridades tienen la cara muy dura, como yo mismo. Para ser feliz, no tengo más remedio que convertirme en estatua".

Dicho y hecho. El domingo siguiente, acudió al parque del Retiro para espiar a las estatuas vivientes que por allí pululan. Se quedó fascinado con esos artistas del mimo que permanecen impasibles encima de un banco toda la mañana y que sólo cambian de postura cuando les echan una moneda.

Tras un mes de intensa preparación, el peluquero decidió probar suerte como efigie ambulante. El primer día irrumpió a las nueve de la mañana en el Retiro emulando a Cristóbal Colón. Se aposentó sobre un pedrusco cercano a la estatua del Ángel Caído. La imitación era tan perfecta que nadie se percataba del simulacro. Cansado de pasar inadvertido, probó una estratagema. Vio que se acercaba una pareja de ancianos. Cuando estuvieron ante él, Leonardo, con voz engolada, dijo: "Yo soy Colón, / el del V Centenario, el que puso un huevo en el Telediario, / el que fue a hacer el indio / con los Pinzones, aquél a quien taparon los motilones". Los ancianos se dieron un susto casi mortal. Una vez recuperados, la emprendieron a. palos con la estatua, que huyó despavorida hacia el Palacio de Cristal.

Inasequible al desaliento, La Leona de Tetuan volvió a posar en una praderilla que hay junto al estanque. Aquí, su interpretación fue tan convincente que, a los 10 minutos, se acercó un pastor alemán, le olió y depositó su orina con desparpajo en el pie derecho del descubridor de América. La micción del perro, por simpatía, provocó en la estatua una necesidad imperiosa de vaciar la vejiga. Resistió los ardores un rato, pero no pudo aguantar más. Ante la mirada atónita de un grupo de chiquillos, la efigie de Colón se meló sin perder un segundo su inmutabilidad. Los niños, ignorando que aquello era una persona de carne y hueso, comenzaron a tocarle en sus partes pudendas. Un policía municipal que pasaba por allí cortó de raíz el escarnio. Cristóbal Colón acabó en comisaría acusado de perversión de menores y exhibicionismo.

A pesar de ese contratiempo y otros similares, La Leona no cejó en su delirio, pero tomó precauciones. El día de su perdición, se dirigió muy temprano a los Nuevos Ministerios disfrazado de Francisco Franco. De esta guisa, trepó por el podio de la estatua ecuestre del general, montó en el caballo y se parapetó tras el caudillo calcando su postura. Unos trasnochadores que volvían a su casa estuvieron a punto de morir de risa al percatarse de que a Franco le había salido un hermano gemelo, y empezaron a decir lindezas a la escultura.

En ese momento, se acercó un señor con bigotito e increpó duramente a los borrachos. Mas, cuando comprobó la realidad de la pantomima, se restregó los ojos, se puso rojo y estalló en brutales exabruptos contra la estatua intrusa. Una pedrada feroz se estampó en la cabeza de La Leona, que cayó del caballo, se esnucó con una arista del monumento y entregó allí mismo su alma a Dios. Cuando llegó al cielo, Franco le recibió con desdén. Pero ahora ya son amigos y cabalgan eternamente por el paraíso. Y nosotros, aquí, no nos comemos un a perdiz, ni siquiera una rosca.

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