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El segundo premio

El. bombo de la suerte decepcionó anteayer a quienes habían apostado por la inmediata disolución de las Cortes: el número afortunado no ha sido el gordo de las generales, sino el segundo premio de las autonómicas. La cuarta renovación del Parlamento catalán fijada para el 19 de noviembre no deja prácticamente espacio a un nuevo llamamiento a las urnas antes de finales de enero: hasta entonces, el calendario gregoriano es un hacinado cajón de reuniones internacionales y fiestas navideñas. Los volubles cambios de humor de Jordi Pujol en torno al calendario electoral producidos en los dos últimos meses movilizarán los esfuerzos hermenéuticos de comentaristas políticos, especialistas en teoría de juegos, psicólogos y expertos en la interacción entre el seny y la rauxa. A mediados de julio, el presidente de la Generalitat había pactado con Felipe González la convocatoria de las autonómicas para noviembre de 1995 y de las generales para marzo de 1996; al regreso de las vacaciones veraniegas, sin embargo, Pujol exigió la inversión de la secuencia: la vuelta a los orígenes del calendario electoral acordado inicialmente enriquece ahora esa torturada escalada de rectificaciones.Los aficionados a la concepción conspirativa de la historia ofrecen una explicación más bien simplona de esos vaivenes: según ese infantil diagnóstico, Felipe González y Jordi Pujol habrían representado durante las últimas semanas la comedia de sus desamores ante un público ingenuo mientras mantenían secretamente intactos sus vínculos matrimoniales. Sin embargo, el anuncio de la enmienda a la totalidad de los presupuestos y el voto favorable de CiU a las comisiones de investigación sobre Intelhorce y el cuartel de Inuaurrondo restan verosimilitud a ese tipo de hipótesis paranoides. Tal vez Pujol intentase primero medir sus fuerzas con Felipe González pero se viese obligado después a retroceder por miedo a la superposición de las generales y autonómicas; ese temor no descansaba sobre una superstición irracional, sino sobre la certeza estadística de que tal coincidencia perjudicaría a CiU por obra de una mayor participación electoral. De añadidura, el presidente de la Generalitat disponía de un espacio temporal muy reducido para sus maniobras: mientras la legislatura estatal expira a mediados de 1997, el mandato del Parlamento catalán concluye en abril de 1996. Finalmente, tampoco cabe descartar que Pujol se sintiese presionado por sus socios de Unió y un sector de Convergéncia.El balance de los argumentos a favor o en contra del calendario escogido por Pujol no arroja un saldo claro. Los partidarios -finalmente derrotados- de anteponer las generales a las autonómicas pronosticaban la aparición de nuevos escándalos perjudiciales para el Gobierno que salpicarían inevitablemente a sus socios catalanes. La convocatoria inmediata de las elecciones a Cortes hubiese cortado esa agonía y posibilitado que los votantes descontentos con los nacionalistas aprovechasen esa primera cita con las urnas para castigarles; en cambio, la previsible mayoría del PP en las generales de otoño de 1995 habría podido devolver a CiU en las autonómicas de la primavera de 1996 la fidelidad de unos votantes asustados por el ascenso del conservadurismo centralista.

Tampoco faltan argumentos a favor de la decisión adoptada por Pujol. El descontado triunfo de Aznar en unas generales previas a las autonómicas hubiese tenido probablemente un efecto de arrastre beneficioso para los populares; de no obtener el PP la mayoría absoluta, CiU habría tenido que pronunciarse de manera inequívoca en el debate de investidura. En cualquier caso, los dos bandos enfrentados en tomo al calendario electoral compartían un mismo propósito: mientras la pérdida de algunos diputados y senadores en Madrid sería para CiU un catarro pasajero, la pérdida de la mayoría absoluta en el Parlamento de Barcelona le acarrearía una pulmonía doble.

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