¿Es posible una solución en Argelia
Los recientes atentados perpetrados en Francia, probablemente por miembros del GIA (Grupo Islámico Armado), que recogen así la herencia de la peor desviación terrorista del movimiento palestino, manifiestan al mismo tiempo la descomposición del movimiento islamista y el caos en el que ha quedado sumida Argelia. Existe incluso el riesgo de que los actos violentos aumenten ese caos al convencer a muchos de que no hay otra solución que apoyar al Gobierno militar -que sin embargo sólo gobierna mediante el terror- para evitar la explosión de violencia y la auténtica purificación étnica a la serbia que supondría la victoria de los islamistas. Por tanto, estos atentados tienen efectos más destructores para el pueblo argelino que para el pueblo francés o los turistas europeos que visitan París.Hay que resistirse a esta concatenación autodestructiva tomando medidas radicales. Lo que hemos aprendido en los últimos meses con el aumento de la violencia en Argelia e incluso en Francia es que no puede surgir ninguna solución de un enfrentamiento que se autolimitaría y llegaría a un compromiso. Las esperanzas que muchos cifraron en el encuentro de San Egideo deben desaparecer: tenían razón los que veían en un compromiso entre los islamistas y el FLN la peor de las soluciones, la suma de dos movimientos igualmente antidemocráticos aunque opuestos entre sí.
Hay que sustituir la oposición de militares e islamistas por la oposición de la voluntad popular y del conjunto de fuerzas antidemocráticas, tanto islamistas como militares. En ese sentido, conviene pensar en Nicaragua o El Salvador, países desgarrados por una guerra civil, es decir, por el enfrentamiento de bandas enemigas cuya carga sufría un pueblo empobrecido y aterrorizado, como ocurría con los campesinos alemanes despojados y masacrados por los príncipes católicos y por los protestantes durante la Guerra de los Treinta Años.
En la actualidad, las mujeres, las cabilas, los intelectuales, representan las principales fuerzas que se oponen a la coalición de violencia y que hablan en nombre del pueblo y también de una Argelia cuya existencia misma -sobre bases históricas que son de lo más frágil- se encuentra amenazada.
Mujeres como Jalida Messaudi corren los mayores riesgos para manifestar su oposición al estatuto de la familia adoptado por el Gobierno militar, que responde a las peores exigencias del islamismo. Los intelectuales pagan su independencia de opinión con la vida y saben que corren el riesgo de ser condenados a un exilio masivo en un momento en que ningún país europeo será capaz de acogerles dignamente.
Y el conjunto de un pueblo cuyo nivel de vida era mucho más alto que el de Marruecos pero que se está degradando continuamente exige la paz civil, un trabajo y un sueldo.
No habrá una solución a la descomposición argelina mientras las fuerzas civiles no estén presentes en la búsqueda de una solución. En América Central, después de un periodo de violencia extrema que culminó en Guatemala con el etnocidio de comienzos de los años ochenta, se han encontrado soluciones imperfectas y frágiles, pero aceptables. Nicaragua, cuyo nivel de vida disminuyó en un 90% y donde todos los bandos se descompusieron, ha recuperado una cierta normalidad bajo el Gobierno de Violeta Chamorro.
Los países europeos, y en primer lugar Francia, España, Italia y Portugal, deben apoyar y proteger todas las manifestaciones de la resistencia popular a la violencia y elaborar un plan masivo de ayuda económica supeditado al restablecimiento de la paz civil. No se trata de echar a militares e islamistas para poner en el poder a personas respetables pero sin control real sobre las fuerzas violentas. Se trata de imponer condiciones a un compromiso entre elementos de ambos sectores.
No habrá una solución política en Argelia sin participación de los islamistas, y tampoco sin la aprobación del Ejército. Pero hay que crear las condiciones que lleven a algunos islamistas y militares a aceptar unos principios fundamentales de paz y tolerancia, rompiendo con los elementos extremistas de cada bando.
Lo que se ha hecho bajo la égida estadounidense entre Israel y los palestinos, entre Rabin y Peres, por una parte, y Arafat, por la otra, debe hacerse en Argelia bajo la égida europea. Habrá islamistas que rechacen una política semejante a la de Arafat, y militares que condenen la búsqueda de una conciliación, igual que ciertos colonos y ortodoxos judíos han condenado a Rabin. Pero ya es evidente que el acuerdo Rabin-Arafat es irreversible salvo que se acepte un caos en el que todos serían destruidos.
Europa no debe, ni puede, imponer una solución europea en Argelia, pero debe y puede hacer posible una solución argelina, es decir, una solución en la que los dos bandos reconozcan la necesidad de limitar su enfrentamiento, de reconstruir el país y de respetar la libertad y el orden público, sin lo cual no es posible ninguna actividad económica.
Europa sólo desempeñará un papel internacional a lo largo del próximo siglo si se dedica desde ahora a las dos tareas que le incumben de forma obvia: incorporar a los países poscomunistas de Europa Central a la Unión Europea y crear un plan económico y político de desarrollo para el sur del Mediterránero, desde Turquía hasta Marruecos, pasando por Egipto, Túnez y sobre todo Argelia; en la esperanza de que un proyecto semejante obligue a Gaddafí a someterse a la razón y a Sudán a renunciar a su violencia integrista.
Los atentados perpetrados en París corren el riesgo de hacer que esas iniciativas resulten más difíciles de tomar para los países europeos, especialmente para Francia, pero no hay que dejarse arrastrar a ningún precio por la lógica de la violencia a la que nos empujan los grupos terroristas. Es posible resolver la situación desde Argel, pero es casi imposible lograrlo sin iniciativas resueltas, continuadas e inteligentes de los países europeos. España es probablemente la mejor situada en la actualidad para promover iniciativas semejantes. ¿Tiene la capacidad la voluntad de hacerlo?
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