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Marginación y solidaridad

Si echamos una mirada al mundo tal como está, incluso en Europa, no tenemos más remedio que preguntamos por la eficacia de las declaraciones de derechos humanos de carácter universal, de las que tan orgullosos estábamos hace pocos años. Solamente la mirada hacia Bosnia desarma nuestras ilusiones. Pero no es menos lo que nos ocurre si vemos las cosas desde otro punto de vista: el de la justicia social. Las promesas de un progreso indefinido han quedado estancadas, y la igualdad prometida entre países pobres y ricos no sólo no disminuye, sino que aumenta. Y aún queda hablar de nuestros países del desarrollo, en donde aparecen nuevos fenómenos sociales que esperábamos iban a ser superados de una vez.En Occidente hemos caído en este error víctimas de nuestra propia mentalidad racional, de nuestra estructura mental -que viene de los griegos-, y que pone en primer lugar lo abstracto y lo general; y así estamos acostumbrados a pensar y a enfocar los problemas humanos. Lo particular queda en muy lejano plano, sin que nos afecte directamente. Incluso nos parece que en cuanto expresemos alguna idea en forma general, creemos que ya hemos abarcado y resuelto la realidad que nos envuelve. Un pensador nada sospechoso -Levinas-, con ejemplar realismo, así lo observa. En resumen, podemos decir que cuando un problema nos afecta hacemos lo que haría un niño, como hace el avestruz: esconder la cabeza debajo del ala. Nos molesta lo concreto y lo particular. Incluso lo usamos para vacunarnos de atrocidades, como pasa con la televisión. Ante tamañas cuestiones humanas, separamos lo que nos molesta y lo marginamos, lo dejamos al margen de nuestras vidas, lo vemos como una fatalidad y pasamos de ello. Marginamos los grupos que molestan a nuestra cómoda vida egoísta: los gitanos, los alcohólicos, los drogadictos, los enfermos de sida, los homosexuales, las prostitutas callejeras. Y en algunos países de América, los niños de la calle, que terminan en manos de las parapolicías para que no molesten a los turistas ni a los bien acomodados.

Marginados son todos esos. Y ahora se añaden los nuevos pobres, que surgen como un nuevo fenómeno en nuestras naciones del desarrollo. Algunos -como Cáritas Española- los han llamado el cuarto mundo. Porque parece verdad que se trata de otro mundo, cortado del nuestro de beneficiarios del desarrollo. Se ha hablado, para darle forma más, científica, de nuestra sociedad de los tres tercios: uno, el de los nuevos pobres marginados; otro, el de los que viven pasablemente bien, y el tercio final, el de aquellos que viven estupendamente. Y se dice que esto tiene que ser así para que disfruten los dos tercios privilegiados. Y nos quedamos tranquilos, falsamente tranquilos, aceptando esta fatalidad.

Los primeros que usaron esta expresión -marginados- fueron R. E. Park (1928) y, sobre todo, Stonequist (1937) con su The marginal man. Después se ha ido aumentando esta franja humana, y se encuentran los nuevos pobres, que son: el empleado y el obrero que han perdido su puesto de trabajo sin esperanza y son demasiado jóvenes para jubilarse y demasiado viejos para encontrar un nuevo trabajo; los jóvenes que no han encontrado a los 24 años el primer trabajo estable, si es que han encontrado alguno; la joven madre soltera que tiene un hijo, pero carece de vivienda y no sabe cómo enfrentarse a su nueva realidad; los refugiados; los trabajadores sumergidos, que carecen de toda protección social; los emigrantes ilegales; el jubilado al que no le da su pensión para vivir; el anciano desamparado; el desvalido sin acogimiento; el clochard... Éstos son algunos de los que se están descubriendo; y a ellos han aludido, dando la voz de alarma, sociólogos como García Nieto, Martínez Cortés o entidades como Cáritas.

Han influido en esta triste realidad varios factores de nuestra estructura social, porque el problema es preferentemente estructural. Y son la crisis económica, que está a la orden del día en el mundo, por la complicación misma de los factores que entran en ella; el monstruoso Estado que hemos construido, y que no puede ser soportado económicamente, pues todo lo engulle en su burocracia y en su paternalismo en gran parte ineficaz y demasiado costoso; y, sobre todo, la pérdida de valores de nuestra egoísta sociedad, donde el grito de batalla es "¡sálvese el que pueda!".

Y no quiero decir con ello que no deba haber estructuras sociales de bienestar, sino que tienen que ser distintas; y, además, ellas solas no bastan. Lo que no puede ser es que los queramos acotar a estos marginados en áreas degradadas, en lo que Henri Lefèbvre llamaba la no-ciudad. A esto se añaden los problemas del Tercer Mundo, y el olvido o la ineficacia de que damos muestra cumplida ante ellos. Porque el Tercer Mundo ha sido hipócritamente marginado por nosotros echando una raquítica limosna, que esos países no saben ni repartir ni tratar. Son pueblos que hemos explotado, y cuando ya no nos queda otro remedio, los hemos dejado en manos de su incapacidad de autodesarrollo, y se destrozan en luchas tribales cruentas y en la corrupción asentada en las alturas.

Los problemas que tienen son acuciantes y de mal pronóstico a corto plazo. El 20% más rico de la población mundial tenía ingresos 30 veces mayores que el otro 20% más pobre, y en 1990 había subido la diferencia 60 veces; o sea, que había aumentado al doble en vez de disminuir, como se nos había prometido. Además, los pobres del Tercer Mundo viven en países más vulnerables a los desastres ecológicos, y la pérdida constante de profesionales cualificados en esos países, por emigración a otros lugares donde puedan vivir mejor, disminuye la posibilidad de autodesarrollo de este Tercer Mundo.

Y con los desaforados gastos militares que hay en el mundo se podría alimentar a los 1.500 millones de habitantes de los 50 países más pobres que pasan hambre. Pero se prefiere dedicar el 80% de los científicos mundiales al estudio de nuevas armas más avanzadas y mortíferas, que luego se les venden a esos países.

No hay más remedio, por tanto, que adoptar una nueva actitud: la competencia salvaje y el egoísmo a ultranza destruyen la sociedad de progreso, de felicidad prometida para todos y de desarrollo material y humano que esperábamos llegase pronto. Es preciso adquirir estructuras de solidaridad, fomentar algo que llevamos inserto dentro de nosotros y que habíamos olvidado. Es lo que los sociólogos llaman con realismo "el altruismo recíproco", porque empezamos a darnos cuenta de que nuestra mutua ayuda es rentable. No podemos hacer caso omiso de los demás, porque nuestro egoísmo social repercute negativamente sobre nosotros mismos, y consigue -con su efecto bumerán- el efecto contrario del que pretende. Y para ello, lo que nos hace falta es el diálogo para conseguir nuevas estructuras de solidaridad, realistas y no fantásticas ni en las nubes: la ciencia antropológica tiene mucho que decir en esto, lo mismo que la sociobiología bien entendida.

Enrique Miret Magdalena es teólogo seglar.

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