Sangre de lanza (5)
Un relato de Descendí del poche y Ruibérriz se lo llevó para hacer sus averiguaciones. En aquella zona no había comercios ni cines ni bares, una calle residencial aburrida y arbolada, sin apenas iluminación, sin nada ante lo que disimular o con lo que distraer una espera. Si me veía un vecino me tomaría por un merodeador sin duda, no había ningún pretexto para estar allí de pie, solo, en silencio, fumando. Crucé a la otra acera por si desde allí veía algo en el piso de arriba, el único con los vanos despejados. pero fue muy raudo, como una mujer grande que no era Estela pasaba y desaparecía y volvía pasar en la dirección contraiia al cabo de unos segundos y desaparecía de nuevo empeorando mi visión tras su paso, ya que al salir apagó la lámpara, como si hubiera entrado un, momento a coger algo. Crucé otra vez y me acerqué sigilosamente como un ladrón antiguo a la cancela; la empujé y cedió, estaba abierta, se dejan así cuando hay una fiesta o si el lugar es de mucho paso. Seguí avanzando con tanto cuidado que de haber estado pisando arena mis huellas no habrían podido. quedar en ella, me aproximé lentamente a una de las ventanas del piso bajo, la que quedaba a la izquierda dé la puerta de entrada desde mi perspectiva. Como en casi todas, la persiana estaba bajada pero de manera que a través de las ranuras pudiera pasar el aire cálido que ya había parado, es decir, no a cal y canto. Detrás había visillos inmóviles áquella habitación. tendría refrigeración o sería una sauna. Los pasos que uno ve posibles a menudo acaba dándolos sin querer solamente porque son posibles, y así se cometen tantos actos y tantos asesinatos, a veces la idea conduce al hecho como, si no pudiera sostenerse en tanto que idea tan sólo, como si hubiera una clase disposibilidades que no se aguantan y se desvanecen si no son puestas en ejecución al instante, sin que nos demos cuenta de que también así se han desvanecido, ya no serán posibilidades sino pasado. Me encontré en la situación que había previsto desde el coche, con los ojos pegados a la ranura que quedaba a la altura de mirada mirando, escudriñando, tratando de distinguir algo a través del un espacio tan exiguo y de la tela transparente y, blanca que dificultaba todavía más el discernimiento. También allí había sólo una luz de lámpara bajá, gra parte de la habitación estaba en penumbra, era como tratar de desentrañar una historia de la que nos escamotean los principales datos, mi visión borrosa y el punto de vista tan reducido.Pero me pareció verlos y los vi a los dos, a ellos, a Estela y al hombre tosco subir dos el uno encima del otro, fuera del haz de luz, en una cama o quizá era colchón o era el suelo, al principio. no distinguía siquiera quién era quién, dos masas carnales
enlazadas oscuras, allí había desnudez, me dije, la mujer tendría al descubierto los pe chos que yo necesitaba ayer o quizá no, quizá no, podría haberse dejado puesto el sostén todavía. Había movimiento o sería forcejeo, pero apenas si salia ruido, ni gruñidos ni gritos ni placeres ni risas, como una escena de película muda que jamás fue vista en los cines mudos, un ceñodo y sofocado esfuerzo de cuerpos seguramente entregados más al otro trámite -él polvo- que al deseo verdadero, sin deseo no sólo el de ella sino el, de él igualmente, pero era arduo decir dónde acababa uno y empezaba otro o cuál era cuál, algo grotesco, debido a la oscuridad y el veló, cómo es posible no distinguir el de una mujer juvenil del de un hombre tosco. De pronto se alzaron con claridad un tórax y una cabeza con un sombrero puesto, entraron en el haz de luz un instante antes de volver hundirse, el hombre se había calado un sombrero vaquero para echar su polvo, santo cielo, pensé, qué mamarracho. De modo que era él quien estaba arriba o encima, al alzarse me pareció, ver también su torso velludo y, prieto y desagradable, ancho y sin, curvatura, poco ágil Bajé los ojos a la siguiente ranura por si a esa altura vislumbraba, a la mujer y sus pechos, pero allí perdía enteramente la perspectiva y volví al intersticio de arriba, esperando a que él tal vez se cansara y quisiera descansar debajo, era raro no saber si era cama o colchón o suelo, y aún más rara, la amortiguación del sonido, un si lencio como de mordaza. Luego percibí la boriosidad en el animal sudoroso y bicéfalo en que se habían convertido pasajeramente, van a cambiar de postura, pensé, van a intercambiar los puestos para prolongar la duración del trámite, lo cual es a su vez otro trámite, ya que en realidad no varían los elementos.
Oí el cerrojo de la puerta y me escabullí hacia la izquierda, logré doblar la esquina de la casa antes de que una voz e mujer despidiera a quien se estaba yendo ('Ande, vaya con Dios', como si fuera mexicana), era un crítico literario al que conozco de vista, una cara de primate purísnino y pantajones rojos y botos como de excursionista, un segundo mamarracho, si aquello era una casade putas no me extrañaba que aquel individuo hubiera de visitarlas, pagar siempre, Salió ufano y golpeó la cancela con engreimiento, nadie lo vería, la calle tan ola y oscura. Cuando ya no oís sus pasos volví a mi ranura, habían transcurrido un par de minutos o tres o cuatro Y ahora el hombre y Estela, ya no estaban entrelazados, no habían cambiado de figura sino. que se habían interrumpido, el final o una pausa. El tipo estaba, de pie, o dé rodillas sobre el colchón, el haz de luz lo iluminaba, a ella menos, reclinada o sentada, veía su melena de espaldas, el hombre tosco le agarró la cabeza con las dos manos y se la hizo girar un poco, ahora vi el rostro de ambos y el cuepo erguido de él con su vello proliferante y su sombrero ridículo, me pareció que empezaba a apretarle la cara a Estela con los dos pulgares, qué fuerza pueden tener dos pulgares, era como si la acariciara pero haciéndole mal, como si excavara, sus pómulós altos o le diera, un masaje cruel que ahonda cada vez más intenso, empujaba sus mejillas hacia dentro como si fuera a hundírselas. Me alarmé, pensé por que iba a matarla y que no un instante podía matarla porque ya estaba muerta y porque yo tenía que ver sus pechos y hablar algo con ella, preguntarle, por aquella lanza o por aquel boquete -el arma no estaba en ella-, y por su amigo Dorta que recibió su sangre en la lanza. El hombre cedió en su presión, la soltó, hizo restallar sus nudillos, murmuró unas palabras y se apartó unos pasos, quizá no era nada, quizá era sólo el recordatorio de algunos hombres a algunas mujeres de que pueden hacerles daño si quieren. Se quitó el sombrero, lo tiró al suelo, empezó a buscar su ropa: en una silla, sería él quien se marchara. Ella se dejó caer y se quedó inmóvil, no parecía dañada, o acaso tenía costumbre de recibir violencias. -Víctor -oí la voz de Ruibérriz que me llamaba quedamente desde el otro lado de la cancela. No le había oído llegar, ni a su coche.
Con la cabeza vuelta hacia el chalet salí a encontrarme con él tan aéreamente como había entrado, lo cogí de, una manga y lo arrastré a la otra acera
-¿Qué hay? -le dije-. ¿Qué has sabido?
-Lo previsible, casa de putas, abierta a todas horas, se anuncia en los periódicos superchicas, europeas y americanas y asiáticas, dicen entre otras cosas. El teléfono viene -en la gula a nombre -de Calzada Fernándéz, Mónica. Así que saldrá él, si no ha salido.
-Debe de estar a punto, ya han acabado y se está vistiendo le dije yo- Hay que alejarse de aquí un momento, porque luego entro yo, en cuanto él salga. Qué dices, te has vuelto loco, vas a ponerte en fila después de ese palurdo. ¿Qué te ha dado con esa mujer? Volví a cogerlo de la manga y lo llevé más lejos, bajo los árboles, hasta un punto en el que seríamos invisibles para quien saliera. Ladró un perro perezoso del vecindario, calló en seguida. Sólo entonces le contesté a Ruibérriz:
-No me, ha dado nada de lo que tú crees, pero le tengo que ver los pechos esta misma noche. Y si es una puta mejor que mejor: le pago, se los veo, puede que hablemos, un rato y largo.
-¿Puede que hablemos un rato y largo? Eso no te lo, crees ni tú. No es para tanto, pero para más que mirar ya da. ¿Qué hay con sus pechos?
-Nada, te lo contaré mañana porque a lo mejor no hay nada que contar tampoco. Si quieres seguir al tipo en el coche, bien, aunque no creo que importe. Si no, gracias por la pesquisa y déjame ahora, ya. me apaño solo. No se te resiste nada.
Ruibérriz me miró con impaciencia pese al halago final. Pero suele aguantarme, es un amigo. Hasta que deje de serlo.
-El tipo me trae sin cuidado, y ella también, para el caso. Si estás listo aquí te quedas, ya me dirás mañana. Ándate con ojo, tú no frecuentas estos sitios.
Se fue Ruibérriz y ahora sí oí el motor de su coche a lo lejos mientras se abría la puerta de la casa ('Vaya con Dios', tal vez de nuevo, no me pudo llegar desde donde estaba). Vi al hombre tosco ya fuera del recinto, sí oí la cancela ruidosa. Echó a andar con cansancio en la dirección contraria a la mía -concluida su noche de fingimiento y esfuerzo-, yo pude ir avanzando ya a sus espaldas mientras él se perdía en la fronda en busca de su automóvil. Tenía mucha impaciencia, y aun así aguardé unos minutos fumando otro cigarrillo antes de empujar la cancela. En la habitación de los trámites seguía habiendo luz, la misma lámpara, la persiana bajada con sus rendijas, no aireaban inmediatamente.
Llamé al timbre, de ring antiguo, no de campanas. Esperé. Esperé y una mujer grande me abrió la puerta, la había visto en el tercer piso, parecía una de nuestras tías cuando éramos niños, tías de Dorta o tías mías, llegada desde los años sesenta sin alterar su peinado rubio de platillo volante ni su maquillaje de pincel y polvera y hasta tenacillas.
-¿Sí, buenas noches? -dijo interrogativamente.
-Quisiera ver a Estela.
-Se está duchando -contestó ella con naturalidad, y añadió sin recelo, sólo haciendo gala de buena memoria: -Usted por aquí no ha venido antes.
-No, me ha hablado de ella un amigo. Estoy en Madrid de paso.
-Bueenoo -arrastró las vocales con tolerancia, tenía acento gallego-, a ver qué se puede hacer. Tendrá que esperar un poco, eso seguro. Pase.
Un saloncito en penumbra con dos sofás enfrentados, se accedía a él en seguida desde la entrada, bastaba seguir andando. Las paredes casi vacías, ni un libro ni un cuadro, sólo una foto apaisada de gran tamaño pegada a una tabla gruesa, como, había en los aeropuertos y agencias de viajes, antes. La foto era de rascacielos blancos, el letrero no dejaba lugar a la conjetura, "Caracas". Tal vez Estela era, venezolana, pensé al instante, pero las venezolanas no suelen tener los pechos blandos, o su fama es de lo contrario. Quizá tampoco Estela, quizá no era la muerta y era todo un espejismo alcohólico y veraniego y nocturno, ojalá fuera así, pensé, las historias asumidas en el tiempo ya no deben cambiarse, aunque se hayan encajado sin explicación en su día: su falta de explicación acaba constituyéndose en la historia misma, ésa es la historia, si se la ha asumido ya en el tiempo. Me senté, tía Mónica me dejó a solas, 'voy a averiguar para cuánto rato tiene', dijo. Esperé su regreso, sabía que tendría que producirse antes de la aparición deseada, un edecán la señora. Y sin embargo no fue así, la señora tardó, no volvió, y a los dos cigarrillos fue Estela quien descendió por las escaleras con el pelo mojado y bravío, en albornoz pero calzada con sus zapatos de calle, los dedos al aire, las uñas pintadas, las hebillas, sueltas como único signo de que también sus pies estaban en casa, de retirada. El albornoz no era amarillo, sino azul celeste.
.-Tiene mucha prisa? -me preguntó sin preámbulos.
-Mucha.
-¿Quieres queme vista , o va bien así? -pasó a tutearme, quizá e sintió con derecho tras saber de mi urgencia. Vestirse para desvestirse, pensé, por si quería yo ver lo segundo.
-Va bien así.
No dijo más, hizo un gesto con la cabeza hacia una de las puertas de la planta baja y echó a andar hacia allí como una oficinista que va a buscar un impreso, la abrió. Yo me puse en pie y la seguí en el acto. Entramos, era la misma habitación aún no aireada en la que acababa de debatirse con el tipo tosco, había en ella un olor ácido pero más soportable de lo que habría supuesto. Un ventilador giraba en el techo, desde una rendija no había podido verlo. Allí estaba el sombrero vaquero, tirado en el suelo. Un elemento vaquero en la última noche de Dorta, me había hablado de unas botas inverosímiles, de piel de cocodrilo.
Continuará
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