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¿Quién judicaliza la política?

Manuel Aragón Reyes

El espectáculo es muy desagradable. De nuevo, como en otras malas ocasiones, la opinión parece que se divide en dos bandos: blanco o negro (pueden ponerse otros colores), amigo o enemigo. Pocos quedan en la zona gris, fuera de la algarabía, aficionados a la duda por aficionados -a razonar. La gran mayoría vocifera, incluyendo aquellos que por oficio estarían más obligados a discernir. Unos, los defensores del presidente del Gobierno, no se preocupan tanto por los hechos, es decir, el GAL cuanto por denigrar al juez que los conoce. Otros, los enemigos del presidente del Gobierno, sin pruebas suficientes y sin previa setencia judicial, lo declaran penalmente responsable de dirigir una banda de asesinos. Ni los primeros parecen avergonzarse de su torticero proceder ni los segundos parecen ser conscientes de que están cometiendo un delito de calumnias. Y así seguimos, cada día más enfangados. Da un poco de vergüenza vivir, en estos momentos, en este país.Entre tantas declaraciones de tipo jurídico, que son las que más se prodigan en la actualidad, muy pocas se expresan desde una relativa imparcialidad (lo de la absoluta imparcialidad es una, memez), esto es, como opiniones que no sean simplemente las de abogado de parte. A esas pocas quisiera añadir la mía, sobre el famoso escrito del juez Garzón. Entre otras muchas cosas, y refiriéndome sólo a opiniones razonadas, que son las únicas a las que me sumo, se reprocha a este juez no haber remitido los autos al Tribunal Supremo cuando apareció en el sumario, hace ya ocho meses, el primer indicio contra un aforado: Barrionuevo. No faltan tampoco quienes lo que le reprochan es haberlo hecho ahora, respecto de otro aforado, González Márquez, inmediatamente que el primer indicio en su contra se produce. Aquel primer indicio contra Barrionuevo no era de superior entidad, ni mucho menos, que este, primer (y hasta ahora único) indicio contra González. Cabría decir entonces que una cosa o la otra: o fue correcta la actuación del juez en diciembre respecto de Barrionuevo esperando a obtener indicios de mayor entidad para elevar los autos al Supremo e incorrecta ahora respecto de González, o al revés. Con el mismo argumento no cabría, pues, reprochar al juez las dos actuaciones.

Es posible no obstante sostener (y ésa es mi opinión) que se trata de dos supuestos diferentes y que el juez, por ello, pudo actuar tan correctamente al no elevar los autos en el primer caso como al elevarlos ahora en el segundo. Una explicación de esa diferencia podría estar quizás en que la imputación que en diciembre pasado aparece contra Barrionuevo en el sumario es indirecta, mientras que, en cambio, es directa la imputación que en julio pasado aparece en el sumario contra. De todos modos, no me parece acertado considerar este asunto alrededor exclusivamente de la diferencia entre imputación indirecta e imputación directa, puesto que sería muy difícil sostener que la simple (por muy rotunda que fuera) manifestación de un tercero contra un aforado haya de conducir a que el juez eleve los autos al Tribunal Supremo. La apertura de una causa criminal, contra las autoridades del Estado quedaría a merced de cualquier desalmado (que no dejaría de serlo porque a la vez se autoinculpara). Pero también hay que reconocer que la capacidad indagatoria del juez ante el que se formula una manifestación así se encuentra muy mermada cuando afecta a una persona aforada, al estarle vedadas determinadas actuaciones procesales estrictamente reservadas al Tribunal Supremo. Por ello la ley reguladora de la materia obliga al juez a elevar la causa inmediatamente que aparezcan, en el sumario indicios de responsabilidad, ya que desde ese momento no puede proseguir la instrucción, que queda reservada al Tribunal Supremo para que éste, y sólo éste, realice las indagaciones pertinentes al objeto de consolidar o no los indicios y, de confirmarlos, solicitar el suplicatorio a la Cámara para poder efectuar la inculpación (no es el juez, sino la Sala Segunda la única que puede inculpar).En el editorial de este periódico del 24 de agosto se plantea este delicado problema con todo rigor al decirse que "es cierto que cuando aparece una persona aforada en un sumario el juez que lo instruye debe moverse en una estrecha franja entre la necesidad de presentar indicios mínimamente solventes que justifiquen la remisión del caso al Supremo y la imposibilidad de profundizar en su indagación". Mi opinión es que los indicios que aparecen en el sumario contra González son muy débiles desde el punto de vista procesal penal (y mas débiles aún los que se refieren a Serra y Benegas). Sin embargo, también pienso que, pese a tal debilidad (insisto, desde el punto de vista procesal penal), es posible estimar que el juez ha actuado correctamente remitiendo los autos al Supremo.Los indicios, mucho más fuertes, existentes en los autos, de que hubo al menos complicidad entre el GAL y altos niveles gubernamentales pueden alentar la sospecha de que el presidente del Gobierno alguna responsabilidad tuvo (aunque fue se por omisión) en aquel asunto. No se trata sólo de la declaración de García Damborenea, como es obvio, lo que pesa sobre el presidente del Gobierno. En tales condiciones, no elevar los autos a la Sala Segunda y proseguir las indagaciones, en las que, además, no podrían realizarse actuaciones contra González porque ello al juez le estaría vedado prolongando la situación de desconfianza pública en su honorabilidad, dando pábulo día tras día a la per petuación de la "pena de banquillo" a que, por desgracia, se somete a toda persona que en este país aparece en una causa penal, sería contraproducente, mejor dicho, contradictorio con una de las finalidades que el aforamiento tiene: el conocimiento en una única instancia, permite, entre otras cosas, una deseable celeridad en la sustanciación del proceso.

Más aún, cabría pensar que dada la estrategia elegida por el presidente del Gobierno en todo este asunto, el juez Garzón no tenía más remedio que elevar los autos inmediatamente que aparece el primer indicio contra aquél, por muy débil que fuera ese indicio, si quería preservar los valores tanto del Estado de derecho como del Estado democrático. Tales valores se resienten, sin duda, si una persona se ve privada de la posibilidad de ser "oficialmente" encausada al menos para poder defenderse, pero, sobre todo, si se imposibilita el ejercicio de la responsabilidad política de los gobernantes. Como el presidente del Gobierno ha decidido que antes de su responsabilidad política en el caso GAL tendría que dilucidarse su responsabilidad penal, no parece haber más remedio, para que pueda aflorar la primera, que facilitar la depuración de la segunda. Puede ser discutible que hubiera "indicios mínimamente solventes" para elevar la causa al Supremo. Parece menos discutible que existen "razones mínimamente coherentes" para que ello se hiciera. Al final la pregunta es inevitable: ¿quién judicializa la política?

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Manuel Aragón es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense de Madrid.

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