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FERIA DE BILBAO

Como para irse

La corrida era como para irse. Y muchos se fueron. No al terminar, según procede, sino a la mitad. Algunos antes. La verdad es que no hizo más que salir el primer toro y los aficionados empezaron a preguntarse qué demonios pintaban ellos allí. Embistió dos veces al capote de Ortega Cano y ya lo tuvieron claro: nada.El lehendakari José Antonio Ardanza presenció desde un palco ese funeral de tercera, y aunque seguramente no es aficionado debió preguntarse lo mismo. "Mal para mi, mal para mi", diría para su chaleco, o quizá "¡Malhaya!", que es voz más adecuada para expresar, la queja amarga y el arrepentimiento profundo. Al lehendakari, cada vez que acude al coso bilbaíno, le dan la tarde.

Guardiola / Ortega, Cordobés, Sánchez

Toros de Salvador Guardiola (3º, sobrero), con peso y presencia, inválidos y amodorrados.Ortega Cano: bajonazo trasero (silencio); estocada caída (silencio). El Cordobés: pinchazo y estocada baja (ovación y salida al tercio); tres pinchazos, media y descabello (ovación y salida al tercio). José Ignacio Sánchez: dos pinchazos y nueve descabellos (silencio); metisaca bajo que cala y estocada trasera (ovación). Plaza de Vista Alegre, 23 de agosto. 5ª corrida de feria. Tres cuartos de entrada.

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Le recibieron a los acordes del Gora ta gora, que escuchó el público puesto en pie. La banda interpretó este himno de la patria vasca con la brillantez debida, según correspondía a la solemnidad del momento, y luego estuvo muy inspirada, interpretando las escogidas piezas de su variado repertorio con arte, templanza y decencia.

Acaso influyese que tocaron poco, pues de esta manera atacaban los pasodobles con mayor gusto. El popularísimo Nerva lo bordaron, si bien apenas pudo oirse la mitad, ya que en aquellos precisos instantes le dio a El Cordobés por pegar el salto de la rana y provocó un delirante griterío.Todo lo demás no valió un duro. Desde aquel toro de Ortega Cano que abrió plaza hasta el último de José Ignacio Sánchez, deambulaban tronados, se quedaban de un aire mirando al norte, caían redondos -si no era cuadrados-, unas veces vencidos por la parte del hocico, otras por la del rabo, o simplemente se les venían abajo sus 600 kilos de corpachón y caían a plomo, espachurrando contra la negra arena lo del día de la boda.

La parte torera, al detalle y en su conjunto, aún valió menos. La parte torera dio la nota, con especial estridencia ese colectivo de individuos que calzan bota hierro, calan castoreño, cabalgan percherones gigantescos y se constituyen en fortalezas inexpugnables con el único fin de abrir a los toros en canal y dejarlos para el arrastre.

Perdida totalmente la torería, la sensibilidad y el sentido común, este pelotón de castigo ataca, acorrala, destruye sin piedad, da igual que el toro sea bravo o manso, poderoso o parapléjico. Dentro de la penosa invalidez de los toros, alguno se arrancó de largo, y aunque se dejaba los últimos hálitos intentando recargar en el peto, también le echaban el caballo encima, le, rodeaban metiendo varazo sanguinario, le encerraban contra las tablas.

La acorazada de picar ha convertido el primer tercio en una repulsiva carnicería, es evidente que con el beneplácito de los toreros y la anuencia de un público triunfalista, sin mesura ni criterio, al que estos sórdidos sucesos y la propia lidia le traen absolutamente sin cuidado. La degradación de lo que fue arte de torear, lidia de reses bravas, es total. Un espectáculo que se fundamenta en sacar animales inválidos y rajarlos además en canal desde lo alto de un jamelgo imbatible para que una corte de figurines horteras les hagan cucamonas y ganen con eso fortunas, es impresentable; es denigrante; es de denuncia.

Los de las cucamonas hicieron poca gracia en el transcurso de la interminable y siniestra función. El Cordobés ratoneó aplicando muletazos acelerados a su primero, que le pegó la voltereta en un descuido, y al quinto de la tarde, único que no se desplomaba, le dió multitud de pases voluntariosos, hasta concluir con el salto de la rana, cuya zafiedad provocó un frenesí de aclamaciones en amplios sectores del coso.

Ortega Cano se ponía relamido mientras su primer toro hocicaba la arena y un número importante de aficionados tomó la puerta. Cuando le daba medios pases al cuarto, apenas quedaba ya afición en la plaza: la mayoría había salido corriendo al ver cómo caía patas arriba el tercer toro al iniciar José Ignacio Sánchez la faena de muleta. El sexto estaba aún peor y se desentendía de las finas posturas que adoptaba José Ignacio Sánchez para ensayar el toreo clásico. La música y acá iban quedando para entonces. Y el lehendakari, no se sabe si por las obligaciones protocolarias propias de su cargo o porque el hombre se había quedado dormido.

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