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Tribuna:INTRIGAS DE VERANO
Tribuna
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Muñecos son

Un relato de Era un grupo de unos cuarenta viajeros, y fueron ellos, el sr. y la sra. P., los que primero llamaron mi atención aunque no recuerdo por qué. Ninguna característica física les significaba especialmente de los de más componentes del grupo de viajeros que estaba a punto de embarcar en el avión con destino a Catania, y del que formaban... Ahí está: aún ahora, al rememorar aquella primera imagen del sr. y la sra. P., me resulta forzado decir que formaban parte de un grupo de turistas. Y, pensándolo bien, quizá fuera éste precisamente el motivo por el que atrajeron mi atención: el hecho de que no parecieran formar parte de un grupo de turistas pese a que nada en su actitud denotara ningún tipo de voluntario rechazo a parecerlo. A decir verdad, no puedo afirmar recordarles, en ningún momento durante el par de horas que duró el consabido ceremonial del encuentro entre viajeros y personal de la agencia turística, ni durante el tiempo empleado en el embarque de equipajes voluntaria y ostentosamente apartados del resto del grupo, formando pareja al margen de los demás. Tampoco que su atuendo para la ocasión resultara en nada discordante: por el contrario, su vestimenta casaba, de modo absolutamente natural, con esa discreta edad cuya difusa palidez invade las lindes de la cincuentena ya sea poco antes de alcanzarla o bien apenas superada, y, a la vez, con la funcionalidad, hoy en día ya apenas llamativa,requerida para un viaje en avión. Y, así como no les recuerdo llamativamente sobrecargados de útiles foto gráficos ni de los consabidos elementos que convierten a un individuo de paso por un lugar que no es el suyo en un individuo disfrazado de individuo de paso por un lugar que no es el suyo, tampoco asaltan mi memoria como una pareja tocada por la extravagancia de viajar libres de cualquier señal capaz de distorsionar su fugaz identidad de turistas. Cabría preguntarse por qué les recuerdo extrañamente distintos al resto del grupo si, como digo, nada en ellos llamaba la atención. Acaso la memoria de aquella primera visión del sr. y la sra. P. entre los cuarenta y tantos viajeros se haya ya contagiado restrospectivamente de la extrañeza de lo sucedido luego, durante el viaje, y, conocedora de hechos imposibles de sospechar aquel día, tiña de tonalidades premonitorias una escena que, en realidad, no debió de presentar presagios de ninguna índole. Cierto que, de repente, me sorprendió la adustez con que uno de los viajeros del grupo (un hombretón rubicundo que más tarde -y dos o tres veces -al día a lo largo de una semana- se anunciaría a quien le cayera al lado como San juán, Diego, dentista, con un apretón de manos) se dirigió al sr. y a la sra. P., espetándoles un incrédulo y ofendido: "¿Cómo? ¿Que nunca, hasta ahora, han viajado en un grupo organizado?", ante una de las preguntas, referente a no recuerdo qué insignificante cuestión meramente rutinaria, formuladas por el sr. P. cuando el representante de la agencia turística entregaba la documentación y el programa del viaje.Tras intercambiar una mirada que alcanzó complicidad en una sorpresa que participaba tanto del desconcierto como de una cierta diversión, el sr. y la sra. P. se limitaron a seguir prolongando una sonrisa de mera amabilidad mientras la aparente y más tarde ostentosamente, y sin que nadie se lo pidiera, confesa señora de Sanjuán, Diego, una mujer de cabellos rojizos casi tan torreónica como su marido, clavó en el dentista una mirada que era toda reprobación, equivalente a un "¡habráse visto!, ¡con qué clase de gente me llevas de viaje!", reproche que el otro intentó anular susurrando junto al oído de su mujer -en voz que pretendía baja y destinada al secreto, pero que dada su misma naturaleza, es decir, su condición de voz conyugal, necesitaba fracasar en su voluntad inicial de secreto a dos para alcanzar los oídos de terceros, entre los que me encontraba, que suelen ser los verdaderos destinatarios de semejantes murmullos maritales y los que, en verdad, los justifican- un comentario que debió de juzgar paliativo:

-De todos modos, no parecen mala gente.

El del dentista fue un murmullo bronco, pronunciado con la cabeza baja, pero alzando la mirada por encima de la montura de sus gafas oscuras, con expresión suplicante, en busca del apojo de alguien que, a su alrededor, hubiera podido oírle y con firmara con una sonrisa, con un gesto o con cualquier señal de asentimiento, la certeza de su benevolente comentario, formulado con la esperanza de contrarrestrar la muda suspicacia de su mujer. Fui yo, precisamente, quien, cerca del matrimonio Sanjuán, Diego,dentista, oí la observación acerca de la posible bondad del sr. y la sra. P., capté la mirada de auxilio del cónyuge en apuros, le devolví la mía, llena de fría comprensión, dándome por enterado, pero me abstuve de cualquier gesto o señal de aliento, abandonando al dentista a proseguir, solo, su cruzada par ticular.

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-No parecen mala gente -insistió, sin conseguir que su mujer acusara recibo acústico de sus palabras. Y, con un profundo suspiro y como quien opta por cortar por lo sano, añadió:

-¿Hasvisto en qué cochazo han llegado al aeropuerto?

La astucia del dentista dio sus primeros, aunque frágiles, resultados: -¿Y qué? -contestó ella, irguiendo el busto.-¡Chisst! ¡Van a oírte! -recomendó el hombretón encorvándose levemente, como si al tratar de encogerse él intentara hacer lo mismo con la voz y el talante desabrido su mujer- Han viajado mucho. Lo sé porque al pasar el control de pasaportes iban delante nuestro, y cuando el policía hojeaba sus pasaportes, página por página, he visto que los tienen llenos de sellos y visados de casi todo el mundo.

-¿Y, qué mérito tiene eso? ¿Acaso todo se arregla viajando? Además, mi tarjeta de embarque la llevo yo.

Y, con gesto brusco, la señora de Sanjuán, Diego, dentista, le arrebató a su marido una de las cartulinas con las que, ya en la cola de la salida de embarque, el hombre se tapaba la boca para que sus comentarios no llegaran a oídos del sr. y de la sra. P. ni del resto de viajeros que se apretujaban, impacientes, frente a la puerta de salida custodiada por un par de uniformados funcionarios del aeropuerto que llevaban rato con la mirada fija en el fondo de la sala como si no tuvieran nada que ver con el lugar ni con los pasajeros. A juzgar por la brusquedad del tono de voz de la pelirroja y por la expresión de sorpresa del marido, diríase que, por lo general, la mujer del dentista no solía exigir subirse a un avión con su propia tarjeta de embarque en mano, y que limitaba tales arrebatos de posesión a situaciones conflictivas, ya que añadió:-Y, a la vuelta, también llevaré yo mi pasaporte. Eso, contando que regrese contigo. Hay personas con las que no se puede viajar y tú eres una de ellas: ¡aquí discutiendo sobre gente que ni nos va ni nos viene y has conseguido que nos quedemos entre los últimos! -reprochó la señora de Sanjuán, Diego, dentista, al descubrir que se encontraban no sólo casi al final de la cola, sino detrás, precisamente, del sr. y la sra. P., quienes, quizá alcanzados sus oídos por el destemplado tono de la pelirroja, se volvieron al unísono.

-Le estaba diciendo a mi mujer que han viajado ustedes mucho -aprovechó raudo el dentista para intentar cortar el seudodiálogo con su acompañante-.¡Mucho!

-Tanto como mucho... es relativo, como todo... -balbució el sr. P. con una sonrisa de cortesía.

-¡No sean modestos! Nosotros también hemos viajado lo nuestro -exclamó Sanjuán, Diego, dentista, con una palmada al escuálido hombro del sr. P., a quien se le notó tener que hacer un gran esfuerzo para seguir manteniendo su sonrisa cortés.

Sin ser de estatura escasa, el sr. y la sra. P. apenas sobrepasaban el hombro de sus interlocutores. Quietos, boquiabiertos, los contemplaban con la cabeza levantada, sin saber qué decir, pero temiendo, a juzgar por la expresión de ansiosa espera con que los miraba la pareja, que se suponía que tenían que decir algo. El resol del mediodía primaveral que se filtraba por las paredes de cristal de la sala del aeropuerto arrancaba brillos de fuego de los cabellos rojos de la mujer del dentista. Era como una llamarada de luces de peligro que, de haber sido el sr. y la sra. P. mínimamente supersticiosos, hubieran interpretado como un aviso de alerta, como una señal que, poniéndose de manifiesto en la puerta de embarque del aeropuerto, minutos antes de la salida del vuelo que les llevaría de Barcelona a Catania, en compañía de cuarenta y tantos pasajeros con quienes realizarían un tour de una semana de duración por la isla de Sicilia, debieran haber considerado de mal augurio.

Sin embargo, el sr. y la sra. P. no sólo no advirtieron aquel, quizás, aviso del destino, que se les manifestaba a través de las ígneas luminarias emanadas por los cabellos rojos de una desconocida gigantesca que les observaba con expresión agria urgiéndoles a pronunciar una frase, cualquier frase de circunstancias por banal que fuera, sino que nada, a su alrededor, atinó a alterarles el sentido común con malos presagios que les incitara a pensar que quizá debieran suspender el viaje. Por el contrario, sobreponiéndose a la absurdidad de la situación (tener que decir algo porque sí), intercambiaron una mirada y uno de los dos, ya no recuerdo si fue el sr. o la sra. P., dijo:

-Seguro que también ustedes han viajado mucho, por su aspecto...

La señora de Sanjuán, Diego, dentista, irguió el busto y, entreabriendo apenas su boca sin labios, soltó:

-Pero en grupo, siempre en grupo, ¿comprende?

Debió de sentirse bastante satisfecha de sí misma con aquella frase pronunciada como un látigo, ya que, en un arrebato de benevolencia y con poderoso ademán, entregó su tarjeta de embarque al marido. Tan cálido e íntimo contento debió de proporcionarle su frase -y, sobre todo, el impacto provocado en sus interlocutores, que se quedaron perplejos, incapaces a buen seguro de advertir la prontitud con la que el matrimonio dentista aprovechaba su desconcierto para adelantárseles en la cola de la puerta de embarque-, que, llevándose una mano al escote, tiró de él hacia abajo, como si no pudiera albergar tanto gozoso ardor, la repitió, con un ligero retoque destinado -supongo retrospectivamente- a reforzarla:

-Sí, nosotros siempre viajamos en grupo, ¿saben? Nooo necesitamos ir solos.

Fue entonces -de esto sí estoy seguro- cuando la pareja de jóvenes que cerraba la cola y que llevaba unos minutos hablándose en voz baja y observando la escena se acercó a la sra. P. y, más bien tímidamente y con suma amabilidad, se interesaron por su nombre y profesión, ya que dijeron conocerla de no sabían exactamente qué o creían haberla visto en algún programa de televisión o tener vista su cara en alguna publicación...

Recuerdo que la sra. P., aún no había reaccionado del breve diálogo con la señora de Sanjuán, Diego, dentista, que ésta, ante el interés de la joven pareja acerca de la posible personalidad pública de aquella mujer que nunca había viajado en grupo, volvió a arrebatar su tarjeta de embarque de manos de su marido; que el sr, P. advirtió el gesto de la mujer del dentista y, como guiado por un impulso instintivo, cogió a su acompañante del brazo; y que me sorprendió que la interpelada, la sra. P., negara repetida y nerviosamente conocer a la pareja de recién casados y haber aparecido en ningún programa de televisión. Y aunque tal negativa había devuelto la tranquilidad a la señora de Sanjuán, Diego, dentista -irguiendo una vez más el busto entregó, una vez más también, la tarjeta de embarque a su marido-, a mí me sorprendió, y me intrigó, porque justo unos minutos antes, al oír la pregunta de los jóvenes, comprendí por qué llevaba tanto rato pendiente del sr. y de la sra. P.: los había visto, hacía pocos días, en una fotografía aparecida en una revista especializada que no viene ahora al caso.

La sra. P. había mentido.

(Continuará)

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