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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

En manos del Supremo

EL TRIBUNAL Supremo se ha declarado competente para el conocimiento del proceso de los GAL iniciado por el juez Garzón. La eventualidad de que no admitiera esa competencia, aunque teóricamente posible, era absurda, una vez que el fiscal había constatado la presencia de personas aforadas entre las señaladas como imputables en la exposición presentada por Garzón. Imputables y no imputadas, porque, precisamente por ser personas aforadas, Garzón no podía siquiera tomarles declaración, lo que sería un requisito mínimo previo a cualquier imputación.Sin necesidad de conocer el contenido de la exposición elevada al Supremo, la opinión pública sabe, porque él mismo lo declaró a la prensa, que Damborenea realizó ante Garzón graves acusaciones inculpatorias contra el presidente del Gobierno; dos ex ministros, Serra y Barrionuevo, y el diputado Benegas. Se trata de un testigo cuya cualificación habrá de determinarse. Por una parte, es alguien que al acusar se autoinculpa; por otra, es un político y en cuanto tal podría estar interesado en un sesgo del asunto que perjudicara a sus rivales. De momento, lo único que ha hecho el Supremo es sumarse a la apreciación fáctica del fiscal -hay personas aforadas acusadas de delitos-, pero no adelanta si considera o no fundados los indicios apreciados por Garzón contra ellas. El precedente próximo del caso Crillón indica que es compatible que el Supremo asuma la competencia y ordene después el archivo de la causa. Así lo manifestaron ayer los miembros del tribunal. Cualquier otra interpretación, como las de algunos portavoces del PP, no su líder, que ha reaccionado con prudencia, o de IU, deseosos de no ser menos que Anguita -que insiste en que González es la X de los GAL, porque lo dice él-, carece de fundamento.

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La evidente importancia del caso, incluyendo las consecuencias políticas que del mismo puedan derivarse, obliga a los magistrados del Supremo a actuar a la vez con precisión jurídica, respeto de las garantías y máxima diligencia respecto a la duración del proceso. Antes de nombrar siquiera un instructor, el Supremo ha abierto la posibilidad de que los ya procesados y el resto de las partes puedan solicitar lo que tengan a bien "en orden a los aspectos procedimentales o de fondo". Ello implica él riesgo de una cascada de iniciativas de efectos incontrolables y difícilmente reparables aunque la decisión final fuera exculpatoria para las personas afectadas. Es claro que ciertas diligencias -un careo entre González y Damborenea, por ejemplo- tienen en sí mismas un significado político imposible de ignorar: el de poner simbólicamente en pie de igualdad la palabra de un reo confeso y la del presidente de Gobierno.

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El factor tiempo también ha de ser tenido en cuenta. Parece claro que González no podría seguir presidiendo el Gobierno si el desenlace es su procesamiento formal por el Supremo. Pero prolongar las diligencias sin motivo claramente fundado supone mantener bajo sospecha, en precario y expuesto a daño continuo, al presidente del Gobierno.

La pretensión de que el asunto fuera desechado de entrada, como han reclamado algunos dirigentes socialistas, era difícilmente asumible por la Sala. Existe una acusación, y ahora las partes tendrán ocasión de alegar lo que consideren conveniente sobre ella antes de que un instructor nombrado por la Sala realice las indagaciones imprescindibles para decidir si hay o no fundamento para el procesamiento de todos o alguno de los aforados. Incluso si así fuera, ello no adelanta un veredicto de culpabilidad. Pero es evidente que el mero procesamiento o la petición de suplicatorio para hacerlo tendría que producir efectos políticos inmediatos.

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