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Al arte por el arte

En su espléndida autobiografía en cuatro volúmenes, Michel Leiris cuenta haber sido testigo en el teatro Alhambra de París del número siguiente.Un hombre maduro, anunciado como ilusionista, vestido con un traje de buen corte y de color oscuro, salía a escena con paso apresurado. Voluble de palabra y sin dejar de moverse del foro hacia las candilejas, del lado izquierdo al lado derecho del escenario, y viceversa, y vuelta a empezar, iba desplegando pañuelos y otras piezas de tejido, manipulaba utensilios extraídos de maletas o recogidos en mesas deslizantes, invitaba a subir a las tablas a un espectador, luego a varios espectadores, colaboradores benévolos o cómplices de los que a menudo intervienen en los números de prestidigitación. Una vez allí, y en una zarabanda salpicada de numerosos incidentes (incluso en un momento dado se escuchaba una detonación), les iba haciendo girar como peonzas, les ocupaba en quehaceres y posturas que parecían ser útiles para el número, les iba confiando buena cantidad de accesorios y poniendo en sus brazos los objetos más inesperados (alguien cargó con una barra de hielo que un mozo sacó de bastidores). Después del cuarto de hora largo que duró aquel tiovivo, la escena aparecía llena de gente y atestada de objetos heteróclitos. De repente, el mago hacía una reverencia, saludaba levantando los brazos y abandonaba el escenario dejándolo tal cual. Caía el telón. Y entonces, sólo entonces, confirmando una sospecha que lentamente maduraba entre el público, demasiado tarde para contener el torrente de los primeros irresistibles aplausos, se ad vertía que el ilusionista no había hecho nada, absolutamente nada, ni el más inocente juego de manos ni el más elemental alarde de magia, desde el comienzo hasta el fin de su representación. Su número consistía en desplegar aquella barahúnda de artilugios y personajes para dejarlos exhibidos al pasmo del espectador.

Hasta aquí la anécdota. No sé si es debido al veraneo o es la lectura de las vidas ajenas lo que me trae a la memoria una circunstancia personal que poco o nada tiene que ver con lo anterior, salvo en el punto donde coincide la insignificancia de cierto tipo de recuerdos con aquellas interpretaciones retrospectivas que sólo la estimación de la edad adulta dota de una proustiana y nunca suficientemente aquilatada trascendencia posterior. Me remonto a aquellos veranos prehistóricos en los que se iba formando la mitología definitiva de los estíos venideros, tan difícil de desarraigar en la madurez que más conveniente resulta convivir con sus símbolos que ignorarlos, aun a costa y beneficio de su elemental sencillez. La circunsiancia, presentada en su escueta descripción, es la siguiente.

Se trata de un verano pasada la mitad del siglo, cuando el sujeto se hallaba en esa maleable y cándida esfera que se sitúa entre los ocho y los diez años de edad. Era el veraneo burgués y provinciano en un entorno ambiguo, ni decididamente rural ni exactamente urbano, cuyos atardeceres de rosas y lirios se hallaban sometidos a la influencia contradictoria de dos poderosos vecinos. De un lado, una granja porcina y fábrica de embutidos, cuyos largos pabellones se iluminaban en la noche como las ventanillas de un tren misteriosamente detenido en la oscuridad de los campos. Del otro lado, los afamados labradores de las galletas L..., entonces empresa modesta de capital familiar. Las puestas de sol eran serenas pero impredictibles para el olfato. Si la brisa se levantaba del Este se recibían los tentadores aromas de la fábrica de galletas añadiendo una poética y alimenticia calidad a las sombras del crepúsculo. Si, por el contrario, el viento llegaba del Oeste, el anochecer se cubría con el terrorífico hedor de las pocilgas, y nada podía hacerse contra aquella fermentación acre que enrarecía el ambiente del jardín burgués.

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Viento del Este, viento del Oeste... En términos de los años cincuenta la ubicación de aquella quinta se encontraba sometida al influjo de los dos vientos ideológicos dominantes: cerdos capitalistas de la fábrica de embutidos o aromáticas promesas de galletas para todos. Pero dejando los términos de la guerra fría y recurriendo al vocabulario proustiano, el veraneo se presentaba de otro modo. Por el camino de Swann se llegaba a las pocilgas. Del lado de Guermantes se hallaba el aromático obrador. Y así, cualquiera que fuera la interpretación posible (que ninguna cabía por entonces en el espíritu de un niño sumergido en la lectura de Dick Turpin y el negro Batanero y para quien, de todos modos, el crepúsculo olía a cerdo o a bizcocho según soplara el aire), se formaba el hábito en la mente infantil de concebir la actividad humana radicalmente dedicada a sugerir dulzuras o a envenenar la atmósfera, sin que existiera un término medio que combinara cerdos y galletas y engendrara quién sabe qué tercera vía, quién sabe qué alianza morganática entre Swann y Guermantes, quién sabe qué compromiso entre realidad e imaginación.

Dejémoslo aquí. Nada cuesta admitir, en virtud de los acontecimientos y desde la perspectiva política, que la actividad más evidente de la judicatura en el año transcurrido ha estado dedicada a la limpieza de pocilgas. Y así está el aire del verano en el país. Por otro lado, tarde o temprano, el viento saltará de cuadrante, y cambiará la brisa, y alguna tarde inesperada nos sorprenderá el olor a galletas tostadas, a tenor de los cándidos emblemas sugeridos por aquel irrevocable espíritu del verano. Sin embargo, se me hace que algo no encaja en esa interpretación cíclica y cínica de los hechos, y es entonces cuando resulta sumamente enriquecedora la anécdota del ilusionista que contaba Michel Leiris.

Sale a escena el juez Garzón con el mismo paso presto con que sube los escalones del juzgado. Corre a derecha e izquierda, se hunde en las cloacas del foro o avanza hacia las candilejas de los titulares. No para de extraer andrajos y cintas de colores de un sumario olvidado. Pronto exige la participación de personajes que se hallan entre el público. Unos acuden con guiños cómplices, otros remolonean, otros sólo acceden a participar en el número por la repetida insistencia del mago Garzón. Al cabo de algún tiempo el escenario se llena de una pequeña muchedumbre de colaboradores a los que el juez va cargando con los accesorios más heteróclitos: un bolígrafo, unos enormes bigotes postizos, un Mercedes 500, un radiocasete y un teléfono de payaso, una pesada caja con 100 pistolas (en un momento dado se escucha una detonación). Hay en las tablas un empresario, dos policías, un general, Segundo Marey (no el compositor de cumbias), un pregonero, un aparejador. Se viene abajo una parte del decorado. Sale de bastidores un ayudante y le carga en los brazos una barra de hielo al presidente del Gobierno. El público contempla atónito toda la exhibición. Y al cabo, cuándo la escena está empantanada y el país maltrecho, el juez cosecha los desconcertados aplausos de la asistencia levantando los brazos, con el mismo ademán que arrancaba ovaciones en las plazas de toros en mítines electorales. Cae el telón. El enigma está en saber dónde irá este hombre a representar su próximo número. Ahora que parece que la instrucción llega a su término, ¿qué hará el día después el juez Garzón?

Manuel de Lope es escritor.

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