LA COLECCIONISTA DE ARTE
INTRIGAS DE VERANO
Un relato de Me despertó el teléfono, y me pareció que la voz que me hablaba era la voz de mi marido, que preguntaba por mí en italiano. Lo que debió ser un paseo. de tres días por Roma se había convertido en una estancia de más de una semana. Era como si, para irme, yo estuviera esperando la respuesta a una pregunta, una pregunta que yo no conocía exactamente. O acaso había cedido al efecto hipnótico de la ciudad deshabitada y luminosa, traspasada por el ruido de los turistas, una masa de sombras y cuerpos sin nombre, y por coches negros con sirenas azules y ambulancias como malos augurios. Yo recorría los si lios donde estuve otra vez en otra edad, en otro tiempo que parecía otra vida. La ciudad de las casas cerradas se había abandonado a una invasión de fantasmas. Mi estancia en Roma era una estancia fantasmal, porque quizá nadie sabía exactamente dónde estaba yo, quizá mi pista se había perdido en el Albergo Minerva, donde nunca llegué a dormir. Yo llamaba a un teléfono que nunca contestaba, mi teléfono, el teléfono de mi marido. Quizá la respuesta que yo esperaba era sólo ésta: sólo esperaba que mi marido me buscara y me hallara en Roma. Yo andaba perdida en Roma, una mancha más en la Roma espectral de agosto, donde yo oía mis pasos en las calles vacías y me volvía para ver quién estaba siguiéndome.
Me despertó el teléfono y era el comisario. El comisario Muratori quería hablar conmigo, tenía algo para mí.
Yo no lo conozco a usted -dije.
-Yo sí la conozco a usted -dijo el policía.
Aquella mañana me puse lo mejor que tenía en el armario, un traje que me había comprado dos tardes antes en la Via Condotti, y en el vestíbulo volví a encontrarme con el hombre ancho y bajo, el hombre del mechón blanco sobre la frente. El comisario irradiaba calma y sabiduría, a pesar de que usaba una cazadora sin mangas, llena de bolsillos y compartimientos deformados por el peso de las herramientas que guardaban. Me rogo que me sentara en uno de los sillones del vestíbulo. Se había puesto de pie con una sonrisa en cuanto me vio aparecer en las escaleras. Me reconoció instantáneamente. Lo primero que hizo fue estrecharme la mano, y luego me entregó una bolsa de papel de embalar.
-Señora Cohen.
-Buenos días.
-Siéntese, por favor.
Daba órdenes tranquilamente, como un médico que te pide que abras la boca o respires hondo.
-Esto es suyo. Abrí la bolsa de papel. Allí estaba mi bolso, y dentro del bolso el billetero. Me dio la alegría de ver que aún te está esperando lo que tú no esperabas ya.
-Gracias. ¿Dónde lo han encontrado? -Mire si están todas sus cosas. ¿Dónde lo perdio usted?
-En el callejón del Moro.
-¿Cómo lo perdió
No sabía yo adónde quería llegar el comisario. Nunca miento, creo que no sé mentir. Temía que el comisario me viera la señal de la mentira en la cara. Yo no sabía lo que sabía de mí el comisario, yo no sabía si sabía que un coche había querido atropellarme en el callejón del Moro. Yo no sabía si el coche que quiso atropellarme tenía algo que ver con la muerte del cantante Belli en el Albergo Dogana. Yo no quería hablar de la muerte en el Albergo Dogana, porque, todavía no sé exactamente por qué yo no quería nombrar a la mujer que me había pedido que no la nombrara nunca.
-¿Cuándo perdió el bolso?
Empecé a contar con los dedos, pregunté a qué día estábamos. Ya era 8 de agosto. Habían pasado, sin que me diera cuenta, once días desde que aterricé en Roma. El policía me ofreció una agenda abierta por la página del calendario: era mi propia agenda, la agenda que yo llevaba en el bolso.
-Creo que perdí el bolso la noche del 29 de julio, pero no sé cómo pude perderlo.
El comisario me quitó la agenda de la mano, como si me hubiera quedado dormida. Volvió a guardarla en el bolso.
-¿Cuándo llegó usted a Roma?
Yo respondía sin dudar mucho, porque las preguntas eran insulsas, anodinas, preguntas que no te puedes negar a responder, porque ya están respondidas y todo el mundo conoce la respuesta: mis datos estaban en el registro del hotel, en el bolso que el comisario Muratori había venido a devolverme. Y yo tenía la incómoda impresión de estar mintiendo, y la inquietud del miedo: miedo a que el comisario descubriera, por un simple movimiento de mis manos o mis cejas, que yo era una mentirosa. Yo sentía la emoción oculta de mentir.
-¿El 28 de julio durmió usted en este hotel?
Sin movernos del recibidor del Albergo Dogana, nos íbamos acercando paso a paso a la habitación 106, a la madrugada de la muerte del cantante Belli, a la mujer martirizada que me había pedido auxilio. Yo ahora alargaba las respuestas: hablaba del error en la reserva del Albergo Minerva, porque yo tenía que haber dormido en el Minerva y sólo por casualidad había acabado en el Albergo Dogana; contaba que yo era una arquitecto que participaba en un concurso europeo para un proyecto de gasolinera. Nunca hablo mucho, pues hablar me da miedo: nunca se dice lo suficiente y siempre se dice demasiado; pero aquella mañana, frente al comisario Muratori, yo hablaba para no hablar, para no decir lo que el comisario quería que dijera.Yo hablaba y hablaba, y pensaba en otra cosa: una muchacha me había pedido ayuda; un hombre había muerto; un coche había tratado de atropellarme, y quizá lo conducía la misma muchacha que me había pedido ayuda. Quizá la muchacha que me había pedido ayuda dos veces era él asesino que había tratado de matarme una vez.
-Habla usted muy bien italiano. ¿Ha vuelto a ver a la mujer que vio en este hotel la noche del 28 de julio?
-¿Qué mujer?
Entonces el comisario sacó de uno de sus bolsillos deformados su propia agenda, no una agenda, sino una libreta de pastas marrones, manoseada, una agenda más cargada de días que otras agendas, días usados y manoseados, amasados y marrones.
-En la mañana del 29 de julio usted, se interesó en recepción por una 1 mujer que, segun uste, le había pedido ayuda la noche del 28 de julio.
-¿Yo?-Usted. Yo la oí a usted esa mañana
-No me acuerdo.
-¿Podría usted recordar todo lo que hizo desde que llegó al Albergo Dogana la noche del 28 de julio?
Empecé en el Albergo Minerva. Era una cuestión de azar que yo hubiera acabado en el Albergo Dogana. Me habían dado a elegir tres o cuatro hoteles, y yo había elegido ese hotel. La suerte, la mala suerte según todos los indicios, había querido que hubiera una habitación libre en el Albergo Dogana.
-¿La habitación 108?
-Sí, ésa es mi habitación.
-Ya está usted en el Albergo Dogana, siga contándome.
Nos íbamos acercando a la habitación 106, a una mujer con cardenales y lágrimas, a un hombre que iba a morir pocas horas después en una bañera. Le conté a Muratori que el recepcionista me dio dos aspirinas efervescentes. Mentí: sólo me había dado una. Ensayaba, probaba mi aptitud para mentir, aunque yo no pensaba mentir, sólo pensaba callar: no pensaba decir que la puerta de la habitación 106 se abrió y la muchacha del ojo morado me pidió ayuda.
El policía clavó los ojos en mí. Alguna vez afilaba los labios, y yo veía que podía ser cruel. Era todavía joven, un
Poco mayor que yo, pero ostentaba una calma de hombre mayor, como si el mechón blanco perteneciera a un hombre :más viejo que vivía dentro del comisario Muratori. Clavó los ojos en mí como hacía mi padre cuando decía:
-Me basta mirarte a los ojos para saber si me engañas.
Así me miraba el comisario de Roma, controlando mis reacciones como esas máquinas detectoras de mentiras que miden cambios en la respiración, el sudor y la presión arterial, y los registran sobre una banda de papel. Entonces volví a mentir: dije que eran las diez más o menos cuando subí a la habitación, aunque eran más de las once, estaba segura. Subí a mi habitación. Entré en mi habitación. Y pasé de largo ante la habitación 106, y ninguna mujer me pidió ayuda, y no vi a ninguna mujer.
-¿Notó usted algo raro aquella noche?
-No.
-¿Notó usted algo insólito a la mañana siguiente?
-Sí, pero no sé explicarlo. Pude asomarme a la habitación 106. Vi a los policías.
-Aquella mañana usted habló de una mujer.
-No me acuerdo. Si hablé de una mujer, no sé de quién pude haber hablado. ¿De la camarera? Aquella mañana no se veía a las camareras por ninguna parte.
-De la camarera, sí -dijo el comisario.
Parecía apesadumbrado, exhausto, como si, después de mucho buscar, no hubiera encontrado lo que buscaba. Se pasó la mano por los ojos: había tomado el sol el día antes, el domingo, en Ostia quizá, y bajo la alianza de oro tenía una línea de piel pálida. La camisa se le había manchado de sudor, y la cazadora sin mangas estaba mucho más arrugada, mucho más deformados los bolsillos, como si el equipo con el que debía cargar el comisario pesara ahora mucho más. Tenía la cara descompuesta, como si hubiera sido él, y no yo, quien hubiera estado mintiendo y esforzándose por no ser descubierto. Y quizá había intentado mentir: había querido hacerme creer que era imposible engañarlo, que lo sabía todo, pero sólo era un farol, un cuento.
-Señora Cohen -dijo, y su voz se arrastraba, descendía, tomaba el tono de una confesión a media luz-, señora, ¿ha visto usted al recepcionista Rinaldi? No, no ha podido verlo desde el 29 de julio. ¿Se había dado cuenta? Yo tampoco he podido verlo desde entonces. Nadie ha podido verlo. Se dio de baja por teléfono el mismo 29 de julio por la tarde, y desapareció. No ha vuelto a aparecer desde que murió el marido de la señora Del Duca, viuda del magistrado Del Duca. Y, antes del marido de la viuda, murió el consejero del marido. El consejero, sí, un adivino alemán, Hofmann. ¿Puede seguirme usted? Y también desapareció el socio del adivino. ¿Cómo se llamaba el socio, o el amante, lo que fuera, del adivino? Me acuerdo de que era polaco. Roma está plagada de polacos y extracomunitarios.
Volvía a abrir la libreta sucia. Buscó una página donde sólo había números y leyó los números como si fueran letras:
-Wilamowitz, se hacía llamar Wilamowitz. Le voy a confiar un secreto, creo que debo hacerlo, aunque siempre negaré haberle dicho lo que voy a decirle
Bajó la voz, acercó su cara a la mía. Yo sentía en la sangre el calor de compartir un secreto, la emoción de hablar de algo de lo que no se podía hablar.
-¿Sabe qué encontramos entre los papeles del adivino Hofmann? El borrador de una carta para Belli: le aconsejaba en enero de 1994 que se alejara de la familia Del Duca si no quería sufrir una desgracia. Fue Hofmann quien sufrió la desgracia: murió en enero de 1994. Esa carta falta misteriosamente en el sumario del caso Hofmann. ¿Sabe usted cómo acabó el magistrado Del Duca, el primer marido de la señora Del Duca? También desapareció, en su propia casa, devorado por una enfermedad misteriosa. Lo sé bien porque mi padre era su amigo y, porque le extrañaba aquella enfermedad, quiso investigar: lo mandaron a Siracusa y lo mataron de un tiro.
-No sé qué quiere usted decirme.
-Yo tampoco lo sé muy bien, señora Cohen. Váyase de Roma, Roma es terrible en agosto, y este agosto es aún más terrible. Uno puede desaparecer, y nadie se daría cuenta.
(Continuará)
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