Los ríos y las sombras
Cuando el calor aprieta en la solanera de la Villa y Corte se achicharra todo bicho viviente, incluida, ¡oh,lesa, majestad!, la realeza. Ahora, el monarca se alivia veraneando como cualquier hijo de vecino. Pero hace cuatro siglos, las vacaciones no daban para viajes de cien leguas, y tampoco está claro que, llegado el caso, Felipe II se hubiese dignado a participar en una regata. Así se la pusieran como a Juan Carlos I.En aquellos agostos, los reyes no se andaban con chiquitas Como Marivent, sino que se mandaban construir hoteles de seis estrellasen los parajes más frescos y a mano. Aranjuez, abrazado por el Tajo y el Jarama, era (y es) un oasis en medio de la reseca meseta. Bien lo sabían Isabel y Fernando, quienes gustaban de pasar algunas temporaditas en la antigua casa de los maestres de1a Orden de Santiago, a la sazón expropiada por la Corona. Sus hijos y los hijos de Sus hijos transformaron la casa en un palacio, y el Real Sitio, en una suerte de Marbella manchega. Y puestos a marear, nada de fortunas y bribones: Felipe II pensé hacer navegable el Tajo hasta Lisboa y santas pascuas. Lástima que esta espléndida locura no prosperase. Durante el reinado de Felipe IV se logró que arribara una embajada piloto procedente de la capital lusa. No hubo dos.
Más que los edificios palaciegos, los que han dado fama a Aranjuez han sido sus jardines. Cervantes los cantó. Rusiñol los pintó y el maestro Rodrigo los puso en golfa de la buena. Vagar por estas veredas "donde el sol convierte el ramaje de los árboles en seda fina" demorándose junto a las fuentes o en los bancos sombríos, constituye el único remedio contra la deshidratación en 100 kilómetros a la redonda. Alfonso XII abolió la costumbre de cobrar por la entrada a los parques. O sea, que encima es gratis.
La plaza de San Antonio es un buen lugar para emprender este paseo por las sombras ribereñas. En ella señorea la estatua-fuente de la Mariblanca, una Diaria impúber labrada en piedra de Portugal a la que algún enfermo piropeó "jugoso capricho, de curvas, perfectas". Y a su vera se halla el jardín de Isabel II, el más moderno de la población, con una especie de Nancy-Cenicienta (pero de bronce) en el centro, que no es otra que la entonces princesita.
Dejando a mano derecha la plaza y el busto que rememoran a Santiago Rusiñol, el caminante se adentra en los jardines de palacio: el del Parterre y el de la Isla. Este último, comunicado con aquél mediante dos puentes se asienta sobre una auténtica ínsula a la que ciñen, por un costado el Tajo y por el
otro un viejo canal. Juan de Villanueva y Boutelú trazaron los diversos, estanques y las fuentes que se hacían correr el día de San Fernando. Las guías declaran, vanilocuentes, que en ella se reúnen "400 años de arte paisajista, hidráulico y escutórico". Pero el Niño de la Espina, el joven corredor qué se detiene al borde, de un lago anular para extraer la que acaba, de clavarse en el pie, vale sólo más que toda esa palabrería.
Río arriba se extiende el jardin del Príncipe, sobre, lo que fue la huerta grande de don Gonzalo Chacón. Dicen que a Fernando VI le daban de vez en cuando ventoleras de labriego y que ordenaba plantar verduras en él por el placer de venir a regarlas. Mas los verdaderos artífices de este vasto puzzle vegetal -uno de los mayores de Europa- serían Carlos IV y Villanueva, quien, además, ya había diseñado los de El Escorial y el Botánico madrileño. Deambulando bajo el influjo totémico del altísimo Abuelo, camino del Pabellón Chinesco o de la Casa de Marinos (¡tan lejos del océano!), diríase que los relojes atrasan. Y hoy que muchos madrileños suspiran por un adosado, el paseante desearía poder jactarse con Mariano Montero: "Una mañana me desperté de mal humor. Había soñado que ya no vivía en Aranjuez" .
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