Días de calor en Madrid
Desoyendo los consejos de Protección Civil, me lancé a la calle a las cuatro de la tarde, con la digestión a medio hacer. Tomé un taxi con aire acondicionado en la puerta de casa y le pedí que me abandonara en la Castellana, a la altura de la Torre Picasso. El taxista me miró con gesto preocupado y le oí dirigirse a alguien a través de la emisora. "Otro loco", dijo en voz baja. Los termómetros callejeros marcaban 50º y de las grietas del asfalto salían pequeñas fumaradas que procedían del infierno. Las autoridades habían aconsejado permanecer en casa y beber agua cada 15 minutos para combatir la deshidratación. Los cines con aire acondicionado llevaban varios días llenos de familias enteras con bebés que veían continuamente películas no recomendadas para menores de dieciocho años, en muchos casos en versión original, con subtítulos. El Ministerio de Educación había advertido sobre los peligros de los subtítulos en niños que se encontraban en proceso de formación, pero cualquier cosa era preferible a verlos languidecer dentro de las casas, donde las temperaturas superaban los 50º. Por otra parte, los estados de abatimiento se alternaban con periodos de ira que se resolvían con agresiones a los miembros más débiles de la familia. El Ministerio de Interior había alertado a la población sobre la conveniencia, de no dejar cuchillos de cocina en los lugares habituales.Desde el taxi, en el semáforo de María de Molina con Velázquez, vimos agonizar a un hombre de mediana edad sobre el asiento de un chirimbolo gigantesco. De súbito, la pierna le explotó a la altura del muslo y el sujeto se incendió.
-¿Qué ha sido eso? -pregunté asombrado.
-Le ha estallado el mechero en el bolsillo -respondió el taxista-; llevan las autoridades tres días diciendo que se guarden los mecheros en la nevera, pero éste es un país de anarquistas.
Con disimulo saqué el mío y lo abandoné furtivamente sobre la bandeja de atrás, donde el sol daba de plano en esos momentos. Calculé que no tardaría en estallar más de seis o siete minutos, pero para entonces yo ya habría llegado adonde quería.
Cuando salía del coche, el taxista me preguntó, con un gesto que pretendía ser irónico, si me hacía recibo.
-A lo mejor -añadió -se lo aceptan en el infierno y le sale la carrera gratis.
Me bajé sin responderle, porque los minutos pasaban muy deprisa, y de pie, en medio de la calle vacía, lo vi alejarse y estallar a treinta o cuarenta metros de mí. "Toma recibo", murmuré para mis adentros. Entonces comencé a andar, tal como había previsto, en dirección a la plaza de Castilla. Al principio el sol era un enemigo implacable, pero yo, para hacer mío el calor, respiraba por la boca, como un lagarto, notando penetrar el aire ardiente en los pulmones, que enseguida se transformaron en un horno desde el que se expedía oxígeno caliente a todas las células del cuerpo. Aún no había recorrido cien metros cuando noté que la temperatura de mi sangre era igual a la del exterior. Sin embargo, no tenía fiebre.
Continué andando al tiempo que contemplaba los edificios de los alrededores y vi que se ondulaban como columnas de humo. Comprendí enseguida que no eran reales, sino una ilusión de los sentidos, y me asombré de que en otra época yo mismo hubiera deambulado por el interior de aquellas fantasmagorías dotadas de grandes ascensores y escaleras de incendios. De súbito me sentí muy ligero y comprobé que en lugar de andar me desplazaba, como si me hubiera convertido en una llama. Comprendí que había entrado en otra dimensión y tuve un movimiento de pánico; entonces miré a mi derecha y vi una cafetería con las puertas de cristal y aire acondicionado. Una mujer con un bebé en brazos me hacía señas de que entrara. Entré y al poco volví a tener piernas, y brazos, y pulmones. Yo sabía que aquello era una ilusión, pero no fui capaz de salir de nuevo a la realidad y me dejé invitar a café por aquella señora que me había salvado la vida.
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