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Lazos azules

Si yo viviera en el País Vasco, no sé si tendría valor para escribir artículos tan comprometidos como los que publican, entre otros, Aurelio Arteta, Fernando Savater o Patxo Unzueta, pero creo no engañarme a mí mismo si me imagino en tal supuesto portador cotidiano de un lazo azul. El niño que aún no sabe hablar ("infans, qui fari non potest"), el infante, inventa gestos. El adulto que no tiene palabras para decir lo que siente imita al niño. El lazo azul es un gesto que significa rechazo, simpatía y compasión (palabras sinónimas, pero sin embargo diferenciadas en el uso) con el secuestrado o con el familiar de la víctima del último y del primer atentado, y voluntad colectiva de hacer frente, de dar la cara a la violencia. Habla, romanza sin palabras, de fraternidad sin miedo.En una comunidad pequeña como es la del País Vasco, el gesto tiene no sólo valor, sino también eficacia, porque lo ven los otros. Se dirige a quienes también llevan el lazo, en ademán de compañía, y a quienes portan y utilizan la pistola o el amosal. Como es obvio, éstos lo acusan y reaccionan en prueba de la eficacia del gesto, cuyo éxito cesaría si ante las provocaciones de los violentos aumentara el miedo de los pacíficos. Por eso, desde fuera de Euskadi, quienes no nos sentimos amenazados en nuestra individualidad deberíamos llevar también el lazo azul, como ayuda a distancia, mucho menos eficaz porque es mucho menos arriesgado el gesto, pero como intento de romper nuestro silencio, que algunos podrían interpretar desinteresado (es decir, fruto del sentimiento de que no va con nosotros lo que allí pase) , impotente o cobarde. Habrá que llevar un lazo azul por la paz en la sociedad vasca (en la sociedad, digo bien, no sólo en el pueblo vasco, que es otra cosa, como bien enseñó en estas mismas páginas Aurelio Arteta hace pocos días).

Pero ¿sólo un lazo, sólo por esa violencia asesina? Uno de los mayores problemas de nuestro tiempo es la impotencia sentida por el ciudadano del mundo, que se entera al instante de todas las atrocidades que en él cometen sus semejantes y no sabe qué puede hacer, no ya para evitarlas él, simple ciudadano anónimo, sino al menos para demostrar su disconformidad apasionada y racional frente a ellas. ¿Cómo puedo quejarme de que Francia haya decidido reanudar sus pruebas nucleares si ni siquiera pertenezco a esa sociedad política? ¿No deberé respetar el dogma sagrado de la soberanía nacional o popular o estatal? Es claro que no, que no debo silenciar mi repulsa en aras de tal concepto, pero ¿cómo manifestarlo de manera Visible y permanente? No asistir a la fiesta de la embajada, habiendo sido invitado a ella para festejar el 14 de julio, está bien y ya está hecho, pero uno siente que eso no basta, ni siquiera haciéndolo público. ¿Otro lazo azul?

Pero hay más, muchísimo más. En 1991 y primeros meses de 1992 formé parte, junto con los presidentes de otros tribunales constitucionales europeos (los de Alemania, Francia, Italia y Bélgica), de una comisión. arbitral cuya misión. debía ser poner paz entre Yugoslavia, aún no extinta, y las repúblicas todavía en ella integradas, aunque ya en trance de desaparecer, con el derecho como único instrumento.

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Sin ejercer de aprendiz de profeta comprendí enseguida el fracaso de nuestro intento, lo comprobé durante unos meses y aprendí algunas cosas respecto al ya entonces cruento drama entre serbios, croatas, bosnios y otras minorías casi innombradas. Se destruirían ante la inación del mundo entero. O mejor dicho: algunos de ellos, los más fuertes, aplastarían a los otros. Los croatas, respaldados por Alemania; los serbios, gozando de la simpatía, que es complicidad, de rusos y franceses, lograrían sus respectivos propósitos, y los bosnios musulmanes sufrirían persecución, limpiezas étnicas, ofensas sin fin y muertes horrendas, porque en el reparto de papeles, en la relación de las dramatis personae, ellos eran los más débiles, quienes menos, o ningún, amigos tenían. Si quienes me acompañaban a París, sede de aquella comisión de arbitraje, y yo mismo comprendimos esto tan pronto, tengo derecho a pensar que los poderosos del mundo lo sabían antes y mejor que yo. Y sin embargo, la macabra y fácil profecía, la resurrección del horror nazi, se cumple día a día y nadie sabe hacer nada para evitarla.

Es difícil hacer algo eficaz para impedir nuevos horrores sin desencadenar males mayores; sin duda lo es. Pero no podemos resignarnos a la impotencia, a la inactividad, más allá de la eficaz, valerosa y positiva ayuda de tales o cuales contingentes de soldados sin armas, de ayudantes pacíficos. No basta, aunque sea noble el esfuerzo, con ayudar a soportar la tragedia a algunas de sus víctimas, porque lo necesario es poner fin ala tragedia misma, ya que no se ha sabido o podido impedir su desencadenamiento. Así pues, ¿no es posible actuar de otro modo? ¿No es hora ya de oponer energía frente a los agresores serbios? ¿Para qué sirve el poder de los Estados, de los Estados democráticos, se entiende? El presidente francés, el mismo que ha ordenado la reanudación de los ensayos nucleares allá lejos, muy lejos de París, pese a ser inocuos, clama ahora en favor de algún tipo de intervención militar abierta contra los serbios. ¿Hasta qué punto trata de recuperar imagen? ¿Hasta qué punto la ONU, la OTAN y los Estados de la Unión Europea van a saber qué hacer, aunque ya sea tarde para los que han muerto y para los que han sufrido, tantos y tanto? ¿Qué podemos hacer o decir los ciudadanos? ¿Nada? ¿Acaso otro lazo azul?

Ya sé que es impúdico y nada recomendable desde los mandamientos de cualquier preceptiva literaria escribir para descargar sentimientos cuando lo que se pide son soluciones e ideas. Ya sé que el ciudadano que enseña su quejosa impotencia puede ser tachado de torpe y vulgar autor de escritos líricos. Pero el silencio es peor. El dolor ante el dolor ajeno se difumina cuando quienes sufren son muchos nombres lejanos y desconocidos: números de una estadística anónima y sin rostro. Pero se hace concreto y pesado, casi inaguantable, ante una fotografía. Por ejemplo, ante la de una mujer huida de Srebrenica que se suicidó colgándose de un árbol en un bosque cercano a Tuzla. Todos deberíamos llevar un lazo azul por ella.

Francisco Tomás y Valiente es catedrático de Historia del Derecho.

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