¿Obediencia debida?
EL 'CASO GAL' estalla de nuevo. Y está vez, parece que de forma definitiva. Hace siete meses, los ex policías José Amedo y Michel Domínguez comenzaron sus particulares -y peculiares- declaraciones ante el juez Garzón. Casi todos los implicados restantes han iniciado ahora una carrera hacia la Audiencia Nacional para tratar de canjear sus declaraciones por un trato comprensivo del juez Baltasar Garzón. La estrategia de los implicados resulta obvia: aceptan una implicación general, sin autoinculparse de forma fehaciente, y se amparan en su condición de subordinados en una trama en la que estarían implicados sus superiores jerárquicos y miembros del Gobierno, a quienes debían obediencia en el momento de los hechos.Sean cuales fueren las motivaciones de este repentino y colectivo ejercicio de memoria, lo cierto es que los indicios de criminalidad se van multiplicando y son cada vez más sólidos; los testimonios aportados estos días en cascada tienen más valor probatorio de acuerdo a su mayor proximidad al núcleo de los hechos; y, consecuentemente, el campo de la investigación sumarial se ha ampliado hasta límites de momento desconocidos. Lo que parece ya obvio es que la instrucción se mete de lleno en el seno del Gobierno.
Procesalmente, pues, el caso GAL avanza hasta situarse, quizá ineludiblemente, ante las puertas de la Sala Segunda del Tribunal Supremo. Al juez Garzón le va a ser legalmente muy difícil continuar con el su mano una vez que sus acusados acusadores apuntan directamente al ex ministro del. Interior José Barrionuevo. No va a ser posible mantener la peculiar situación en la que ha estado el diputado Barrionuevo, que,- sin estar formalmente implicado, aparece públicamente como tal a raíz de la revelación de algunos testimonios contenidos en el sumario, que se mantiene parcialmente secreto, aunque no hay acusación que no sea inmediatamente trasladada al público. Una situación -estar y no estar en el sumario- que ha causado una evidente indefensión y que sólo puede ser atajada con una imputación en toda regla, aunque ello exija trasladar el sumario al Tribunal Supremo.
Políticamente es ya abrumadora la certeza de que ha sido un desastre de primera magnitud la estrategia del Gobierno de intentar ignorar -y ocultar- un asunto que, además de una chapuza criminal (algo que, en todo caso, corresponderá determinar a los tribunales), fue un inmenso error político. En este contexto, la palabra de Felipe González reiterando, como ayer hizo una vez más, la inocencia del Gobierno queda cada vez más aislada en medio de un alud de testimonios que no van precisamente en esa dirección.
El que fue ministro del Interior en la época de los GAL, José Barrionuevo, ha recurrido a la fragilidad humana para explicar el súbito cambio de actitud de sus antiguos subordinados, que ahora le imputan ante Garzón -dando consistencia a los testimonios indirectos de Amedo y Domínguez- haber sido la instancia política que dio el visto bueno al secuestro de Segundo Marey. Pero siempre hay que contar con el factor humano en el desarrollo de cualquier acontecimientó. No vale, por tanto, lamentarse ahora de que el juego de intereses de unos y otros implicados en el sumario de los GAL les lleve a una especie de sálvese quien pueda, nada ajeno, por cierto, a la condición humana. La sensación de abandono, el agravio comparativo, así como el uso objetivo de la prisión preventiva como forma de quebrar la voluntad de los implicados, explica que la madeja de los GAL se desenrede ante los ojos del juez Garzón.
Los implicados convertidos en masa en acusadores -desde el implicado de más bajo rango policial hasta el antiguo director de la Seguridad del Estado Julián Sancristóbal- han optado por echar sobre instancias, superiores toda la responsabilidad de lo su cedido con la ilusoria idea de que así se les exculpará de la suya. Se trataría de convertir la delación no ya en atenuante, sino en eximente. Pero hace años que la obediencia debida y el actuar bajo órdenes superiores han dejado ser en España circunstancias eximentes o atenuantes de actuaciones contrarias a las leyes y a la Constitución. Tras la intentona del 23-F, los códigos son claros: ningún funcionario militar, policial o civil puede escudarse en la "obediencia debida" para justificar un acto ilegal. Su obligación es desobedecer y denunciar esa orden ante quien corresponda. Es lo que deberían haber hecho en su día Sancristóbal, Álvarez, Planchuelo.... y el resto de funcionarios, incluidos Amedo y Domínguez, si resultara, cierto -que eso también debe ser probado- que se limitaban a ejecutar órdenes. ¿O no sabían que secuestrar y asesinar es delito, sea su autor un funcionario del Estado o un terrorista? Si lo hicieron son responsables. Y habrán de volver a la cárcel si así se demuestra en un juicio con todas las garantías, incluidos quienes se pasean desde hace meses por Madrid como los condenados más libres de España.
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