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Mercader con el decreto

Desdeñaron, como si se tratara del capricho de unos cuantos intelectuales, cualquier fórmula que exigiera una iniciativa del Congreso para sustanciar la crisis política malamente arrastrada desde hace un año; y repitieron, un poco como quien alecciona a gentes políticamente inexpertas, que la coalición PSOE / CiU era el mejor escudo para garantizar un Gobierno estable, a resguardo de todas las tormentas que se anunciaban en el horizonte. Pero, no bien pasados tres meses de tantas promesas de apoyos firmes y seguros y de tantas protestas de estabilidad, esa coalición, que nunca se ha atrevido a llamarse por su nombre ni a sacar todas las consecuencias de su vergonzante existencia, ha resultado ser la mejor de las fórmulas imaginables para abrir un largo periodo de interinidad. Y para poner remedio, o tranquilizar, como dicen, a la sociedad, no han tenido mejor ocurrencia que adentrarse en una puja por ver quién disuelve primero.Si hubieran tenido a la vista las lecciones de nuestra historia parlamentaria, los socios coligados habrían sido los primeros convencidos de que con el decreto de disolución de las Cortes es con el único instrumento con el que no se puede mercadear. Desde que Alfonso XIII inició su reinado hasta que Alcalá Zamora acabó su presidencia, la política giró en España en torno al decreto de disolución. En decidir quién y cuándo disolvía y a quién y cómo se le entregaba el encargo de convocar elecciones gastaban aquellos políticos sus mejores energías y empleaban sus más brillantes recursos oratorios: todas las habilidades de lo que entonces se llamaba la politiquería se trenzaban alrededor del famoso decreto. El precio de aquel juego peligroso es de todos conocido: la inestabilidad gubernamental, resultado inevitable de tanto Gobierno interino, arrastró la caída de la monarquía e impidió la consolidación de la República.

Por acertada previsión constitucional, no es posible hoy un rey Alfonso ni un don Niceto que puedan borbonear con el decreto, pero en este retorno a lo peor de los tiempos pasados al que asistimos desde hace más de un año parece como si nuestros políticos no quisieran ahorramos el es pectáculo de habilidad politiquera que consiste en reducir toda la política al dichoso decreto. En su último y mágico movimiento, González anuncia que disolverá, pero, como si pudiera guardarse todavía alguna carta en la manga, se reserva la fecha, -la primavera, el otoño- y hasta evoca la posibilidad de agotar la legislatura; Pujol, alarmado por la sesión de prestidigitación de su coligado, monta su pro pio número y le envía un ultimátum marcándole la fecha de la convocatoria: será en lo más crudo del invierno, lo que, a su vez, levanta el previsible alboroto en las filas so cialistas. Ahora están a ver quién disuelve primero, de tal manera que en decidir el orden de convocatoria -si catalanas, si españolas; si en otoño, si en invierno, o tal vez en primavera- radica toda la política de este fin de curso.

Pero un Gobierno que se precie no puede anunciar su marcha para dentro de seis, de nueve o de doce meses, sin perder ipso facto la razón de su permanencia. Con las cosas que hemos tenido que ver, a nadie le asombra ya que su jefe de Gobierno, con el encomiable propósito de tranquilizar a la opinión, salga al balcón a decir: tranquilizáos, me voy a principios de año, quizá en otoño. Pero, si bien se mira, ésta es una iniciativa literalmente asombrosa, porque todas las razones que le obligarían a tan traumática decisión están en el pasado, no en el futuro. Lo que obliga a adelantar las elecciones ha ocurrido ya, no está aún por ocurrir. Y si ha ocurrido y si, en efecto, es de tal entidad que exige una decisión de este tipo, entonces no hay ningún motivo para continuar interinamente durante seis, nueve o doce meses en el cargo. La disolución de las Cortes se anuncia el mismo día en que se convocan elecciones; todo lo demás es irresponsable mercadeo con el decreto de disolución.

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