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El consenso aparente

El siglo comenzó confiado, utópico, optimista, rectilíneo. Predominaba la fe en el progreso, heredera del positivismo del si lo XIX, junto a la utopía de la sociedad sin clases. Predomina ba, en buenas, cuentas, la' idea de que el futuro sería capaz de corregir un presente mediocre, injusto, sombrío. La irrupción misma de la vanguardia estética, a poco de entrar el siglo, vino a confirmar este optimismo esencial. La vanguardia se basaba en la noción de que el arte puede avanzar de revolución en revolución; de que cada generación de artistas es capaz de descubrir algo nuevo, inédito, y a la vez necesario para los hombres, insustituible. A partir de la vanguardia, la idea de que el arte debe experimentar, debe buscar, debe comprometerse en un proceso continuo de ruptura y de cambio, se convirtió en un lugar común. Picasso, con su lucidez habitual, alcanzó a vislumbrar el fenómeno en sus aspectos excesivos, enfermizos. "Yo no busco", dijo en alguna oportunidad: "Encuentro". Picasso, sin embargo, lo decía a manera de provocación. Para la vanguardia más profunda, más auténtica, la subversión, la búsqueda, el experimento, eran más importantes que los resultados. También lo dijo, de un modo en apariencia más con servador, Antonio Machado en España: lo importante no era el fin, la llegada, sino el camino.El siglo que comenzó revolucionario, utopista y optimista, confiado en el progreso, en las más diversas rupturas, termina escéptico, desengañado, abierta o disimuladamente restaurador. Hice la reflexión, o la renové, mejor dicho, a propósito del reciente atentado contra el presidente egipcio, Hosni Mubarak. ¿Por qué? Porque me parece que ese atentado es una manifestación más de una tendencia subterránea, poderosísima, profunda, que intenta detener todo el proceso de modernización que ha caracterizado al siglo XX. El presidente Mubarak, al fin y al cabo, como su antecesor Anuar el Sadat, como Gamal Abdel Nasser, ha sido un modemizador de su país. Todos ellos fueron los fundadores o los continuadores de una revolución que se hizo en nombre del progreso y en contra de una serie de lastres y de anacronismos del pasado, representados hace alrededor de 40 años en Egipto por el antiguo régimen monárquico. Podríamos comprender ñitichos de los conflictos de la historia contemporánea, desde los de América Latina hasta los de la España de la época de la guerra, los de Europa del este, los del norte de África o los de

Asiá, como expresiones de la terrible dificultad de ponerse a tono con el mundo moderno. Es un problema actual, enteramente vigente, pero a la vez antiguo, que podríamos seguir en los casos de Pedro el Grande en Rusia, de Carlos III en España, o en los de las repúblicas del norte y del sur de América a comienzos del siglo pasado. Viejas historias de una modernidad que ya no es tan moderna.

Ahora parece que lo distintivo de este final de siglo será la crisis completa del culto, de lo moderno, que había conseguido sostenerse durante un tiempo muy largo. En las discusiones internacionales de hoy, por ejemplo, uno se ve obligado muchas veces a dar argumentos en favor de las sociedades industriales avanzadas. Sostener con la mayor seriedad, con paciencia, con argumentos que a veces cuesta mucho sacar a flote, que hay. "aspectos negativos", pero que no todo es necesariamente negativo. La crítica en todos los terrenos, o por lo menos la distancia frente a la modernidad, que probablemente es una de las formas que asume aquello que llamamos "posmoderno", es constante, omnipresente, casi abrumadora. Los argumentos, desde luego, no faltan, la ecología, la justicia, entre muchos otros. Son temas y dilemas mucho más graves de lo que se cree. ¿Podemos rechazar la modernidad en su conjunto sin rechazar, las formas políticas y económicas que han tomado las sociedades avanzadas de nuestro tiempo? ¿No sería inevitable,'en ese caso, que abandonemos el concepto orientador y movilizador de desarrollo?

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Los atentados de Egipto, de Argelia, dirigidos contra políticos de mentalidad moderna, aun cuando hayan tenido que pactar con algunas expresiones del tradicionalismo o contra intelectuales que son en el fondo de formación europea, liberal, progresista, derivan de actitudes de hostilidad violenta, intransigente, con tra el espíritu laico, la democracia, la economía de mercado. Se podría sostener que el desmoronamiento del comunismo puso los verdaderos problemas, la clave de los problemas de las sociedades de hoy, en evidencia. La modernidad fue el consenso aparente de las primeras décadas de este siglo. En la gran polémica de la guerra fría, el capitalismo, y el marxismo se autoproclamaban como la vía más rápida hacia la utopía aceptada por todos: la sociedad industrial avanzada. Algunos discursos de Stalin, de Nikita Jruschov, de Fidel Castro fueron piezas de antología en la materia.

Ahora todo se ve más difícil, más ambiguo, y en definitiva, creo, más peligroso. Si la modernidad, liberal o socialista, heredera de Voltaire y de Rousseau o de Marx ha sido un error, ¿qué alternativa nos queda? Trato de escudriñar la lógica de algunas posiciones y sólo la encuentro en las jerarquías medievales, en la. vuelta de la Inquisición, a propósito de cuyos crímenes, menos mal, el Papa proclamé, hace algunos meses su arrepentimiento público. Porque no sólo hay integrismo, como se sabe, en el islam. La crisis de lo moderno ha provocado una pasión desatada por el pasado y por todas sus formas, una pasión cuyas consecuencias empezamos a padecer y que podrían llevamos muy lejos.

A propósito, recuerdo que se hablaba en Chile, en tiempos del general Pinochet, de las diferentes "modernizaciones", y me quedo pensativo. ¿No será, me pregunto, que intentamos modernizar y desarrollar la economía sin modernizar la política, sin alterar una serie de hábitos tradicionales, incluso coloniales, arcaicos? Es probable, entonces, que el debate futuro, que el verdadero sentido de la lucha política, en Chile y en muchos otros lados cristalice alrededor de estos complicados asuntos.

Jorge Edwards es escritor chileno.

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