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La democracia de los ejemplos

Los valores de la democracia son muy frágiles. Muy a menudo, la frontera que separa una libertad o un derecho y la negación del mismo es una línea imprecisa, casi imperceptible. Ciertamente, en los regímenes totalitarios que descansan precisamente en la negación de la libertad, los trazos de la frontera son mas diáfanos, groseros y evidentes. Pero en los países asentados en constituciones democráticas, el ejercicio de las libertades deja todavía un amplio margen para las actitudes que los ponen diariamente en cuestión.Será bueno recordarlo una vez más: la democracia es mucho más que una Constitución y que unas leyes. Éstas son el marco que define un régimen de libertad, pero por sí solas no garantizan el funcionamiento democrático de la vida política y social. Cada vez más, son las actitudes, los comportamientos, los hábitos, los registros espontáneos los que conforman una convivencia en libertad.

La democracia no es una definición, es una vivencia. Vivir la democracia es mucho más difícil que definirla. Incluso es más fácil crear la apariencia jurídico-política de las instituciones democráticas, que trasladar después a la base de la sociedad las exigencias que en los comportamientos individuales y colectivos se imponen para respetar con normalidad el ejercicio, por parte de todos, de las libertades y derechos que los textos solemnes les reconocen.

De ahí la importancia de la pedagogía democrática. La democracia debe aprenderse, debe ejemplarizarse y ésta es una responsabilidad que alcanza a todos, pero de manera muy especial a todos cuantos asumen o ejercen responsabilidades políticas. A través de su forma de vivir la democracia, deducirán muchos ciudadanos cuál debe ser su propio comportamiento democrático. Ignorar las consecuencias ejemplarizantes de la acción política, está en la base de la debilidad social de los grandes principios democráticos.

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Valga un ejemplo. Cuando unos jóvenes radicales intentan impedir que un determinado líder político pueda expresarse en la tribuna de su universidad, no están haciendo otra cosa que lo mismo que intentan los diputados que preside aquel líder político cuando en el Congreso abuchean, patalean e interrumpen en más de ciento treinta ocasiones a un líder de otro grupo político. ¿Por qué especial razón los jóvenes deben creer que su acción es antidemocrática, si es la misma imagen que la televisión les transmite de determinadas sesiones parlamentarias?

No puede sorprender a los diputados que su comportamiento sea imitado; la imitación está en la naturaleza de las cosas. El valor del ejemplo ha conformado la historia de todas las civilizaciones. Y, aquellos jóvenes pueden entender que han usado bien de su libertad para impedir la de otro, porque es la vía que han aprendido de aquellos que se han comprometido a defender el orden de las libertades constitucionales.

Cuando se intenta diferenciar entre uno y otro supuesto, se cae en lo ridículo o en lo anecdótico, o en todo caso en lo meramente y descaradamente secundario. En uno y otro supuesto, la raíz es la misma: la intolerancia. Pero la causalidad es distinta; para los jóvenes puede haber sido inducida por imágenes que han grabado en su conciencia. Para los diputados, es la causalidad que induce, solivianta, enfrenta y radicaliza. Son o se convierten en responsables de todo cuanto su acción genere fuera del ámbito tranquilo y correcto del Congreso de los Diputados; allí donde las presiones se viven más libremente, pero también más peligrosamente.

Y valga también otro ejemplo. Cuando para zafarse de las propias responsabilidades se acude a la teoría conspirativa; cuando más que hurgar en el terreno de la autoexigencia se encuentra refugio en los brazos de complots y conjuras que no se prueban, se presta un mal servicio al asentamiento democrático en la vida de la sociedad. La explotación sesgada, interesada y bastarda de los propios fallos, no es excusa para ocultar la responsabilidad de éstos. Es más, cuanto más real y cierta sea la conspiración -de serlo-, más responsbilidad deben exigirse los que la han hecho posible, facilitando a los conspiradores su actuación, en base a su negligente o imprudente comportamiento.

Si la sociedad descubre que del ejercicio de sus deberes puede zafarse con la excusa de las ganas que otros tengan para sacar provecho de sus incumplimientos, estaremos legitimando éstos o, en todo caso, minimizándolos. Será difícil que los ciudadanos no quieran para sí la idea o el pretexto de la tesis conspirativa. Todos, a su amparo, podemos evitar la propia responsabilidad, trasladándola a otros escenarios construidos precisamente a partir de la acción irresponsable.

Todo ello no alcanza exclusivamente a los políticos. El ejercicio de la pedagogía democrática es una obligación que debe imponerse de manera muy especial y relevante, en nuestra sociedad mediática, a los líderes de la comunicación social. Los medios de comunicación conforman gustas, definen modas, determinan y condicionan la opinión pública. A ellos corresponde también y de manera muy singular la creación de un clima de comprensión democrática en nuestra sociedad.

Es importante destacar la sentencia del juez estadounidense que ha condenado a 40 años al joven que hace unos meses disparó contra la Casa Blanca, con el objetivo de asesinar al presidente Clinton. Es una sentencia dura y el juez lo admite; pero quiere con ello disuadir a quienes estuvieran tentados a imitar al condenado. Pero lo más importante es, que el jurado aceptó la tesis del fiscal según la cual el acusado actuó "`bajo la influencia de las tertulias de radio de línea ultraderechista y de la literatura antigubernamental de crítica feroz a Clinton".

La condena ejemplar se la lleva el agresor, pero la condena moral la sitúa el juez en aquellos que indujeron su comportamiento. ¿Vamos a suprimir la literatura antigubernamental o la crítica feroz? En absoluto, sería un retroceso hacia las etapas más negras de la historia. Pero sí que debe saberse que la sociedad mediática da a los medios una influencia que desconocían y que su discurso alcanza a todo tipo de personas, algunas de las cuales pueden extraer de todo ello conclusiones o decisiones peligrosas para la convivencia democrática.

A todos nos alcanza la necesidad de la pedagogía democrática. Sin ella sea en el Gobierno, sea en la oposición, sea en la adulación o en la crítica-, los ciudadanos pueden traspasar con demasiada facilidad la frontera que separa el derecho y su negación.

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