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Perdón sin olvido

Las guerras terminan a veces por mero agotamiento de los contendientes. Ocurrió en Líbano, Camboya y El Salvador y quizá esté ocurriendo en Palestina e Irlanda del Norte. No hay claros vencedores ni vencidos y la paz sólo es posible con Una mutua renuncia a exigir reparaciones por el dolor sufrido. Con los regímenes dictatoriales ocurre algo semejante: algunos mueren sin haber sido derrocados. Chile, Argentina y Suráfrica son algunos ejemplos. El antiguo régimen y las fuerzas democráticas suelen pactar en esos casos amnistías y periodos de transición. Puesto que Franco murió en la cama, España conoció esa experiencia.Sin embargo, a las víctimas de las guerras y las dictaduras les resulta muy doloroso que el perdón se confunda con el olvido y la amnistía con la amnesia. Creen que, como mínimo, tienen derecho a que se guarde memoria de sus sufrimientos y se señale a los culpables. Y tienen razón. Si no han sido derrotados, los asesinos pueden arrancar la seguridad de que no van a ir a la cárcel. Es ésa una de las terribles renuncias a las que puede obligar el deseo de paz y libertad combinado con una correlación de fuerzas no totalmente favorable. Pero los asesinos no pueden pretender que, aunque sólo sea en los libros de historia, se les considere tan inocentes como sus víctimas.

Varios casos recientes han reativado en todo el planeta la reflexión sobre las fronteras entre la sed de justicia y la necesidad de reconciliación. Los militares chilenos se han colocado al borde del motín tras la condena a varios años de cárcel de los generales Contreras y Espinosa, instigadores del asesinato en Washington de Orlando Letelier. Pinochet sólo consintió la reinstauración de la democracia en Chile si los crímenes de su régimen quedaban impunes, y de hecho, Contreras y Espinosa han podido ser juzgados gracias a la presión norteamericana. También en Argentina han reverdecido los horrores de la dictadura después de que unos oficiales reconocieran haber participado en la desaparición de demócratas mediante el procedimiento de arrojarlos al Atlántico. En uno y otro caso, los militares están protegidos por amnistías y constituyen inquietantes poderes fácticos.

Hace unas semanas, la Suráfrica de Mandela optó por la creagión de la llamada Comisión de Verdad y Reconciliación para esclarecer los horrores del régimen del apartheid. Todos los surafricanos que tengan un caso concreto que denunciar pueden dirigirse a ella hasta finales de 1996. La comisión, cuyas sesiones y conclusiones serán públicas, escuchará a todas las partes, examinará todas las pruebas y dictará una conde na que, en principio, tendrá tan sólo un valor moral e histórico. Si confiesan y se arrepienten, los criminales serán amnistiados; pero sólo en ese caso. Suráfrica va a practicar, pues, un delicado y valiente ejercicio de catarsis. La filosofía que lo alienta es que la verdad debe aflorar no sólo para dar una satisfacción elemental a las víctimas, sino también para desanimar a los aspirantes a dictadores o criminales de guerra. Como ha escrito James Walsh en Time, "incluso sin actos específicos de venganza judicial, el establecimiento de un clima moral de condena de los pecados del pasado es un ele mento fundamental de disuasión".

Muchos asiáticos que comparten esa idea desearían una mucho más clara petición de perdón por parte de los japoneses en relación a las atrocidades que cometieron en la II Guerra Mundial. Pero éstos se hacen los remolones. En cambio, la Alemania nazi fue obligada a purgar sus culpas en los juicios de Núremberg. Con mucha probabilidad, la firme militancia actual de los alemanes en los valores democráticos esté basada en su lúcido y doloroso examen de conciencia sobre el nazismo. ¿Pagarán algún día los fascistas serbios los crímenes que cometen en Bosnia? Es poce probable. También parece difícil que lo hagan los esbirro del estalinismo, los jemeres rojos de Camboya, los dictado res árabes tipo Sadam Husein y Hafez el Asad o los líderes israelíes que ordenaban bombardear poblaciones árabes. En ocasiones, la impunidad es la desdichada condición necesaria para que los criminales desaparezcan de la escena. No obstante, la verdad sobre sus tropelías es lo mínimo que cabe exigir si la humanidad aspira a que tales monstruos se vayan convirtiendo en rarezas.

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