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Un presidente interino

Al final, el presidente del Gobierno ha tenido que ceder a las fortísimas presiones acumuladas sobre su cabeza y se ha visto obligado, contra su voluntad y proclamando la impecable ejecutoria de los interesados, a prescindir de su vicepresidente y del ministro de Defensa. Lo que en el origen de esta última crisis habría podido resolverse con otra energía y otra capacidad de decisión, ha tenido que solventarse en el último momento de mala manera, cediendo ante una fuerza superior y abandonando una trinchera tenida en las primeras escaramuzas por inexpugnable. Como en el caso de su anterior vicepresidente, defendiendo agónicamente durante un largo año, el sacrificio del más cercano es la confesión de la derrota propia. Derrota ¿ante quién? No, desde luego, ante el Parlamento. Nos habíamos formado, por lo, que se ve, una idea algo ingenua del funcionamiento de la democracia. Cuando el presidente de un gobierno debe echar como carnaza a los tiburores al segundo y al tercero de a bordo, lo que preside es un gobierno en crisis. Y las crisis de un gobierno de minoría, si la democracia tuviera aquella calidad que habíamos dado tontamente por adquirida, se solventan a la luz del día, sabiendo todo el mundo a qué atenerse y cuáles son los términos exactos de su solución. Pero este presidente ha resuelto que más vale una conversación en privado que someterse en público a una cuestión de confianza. No caerá ante las Cortes, no, porque ha decidido evitar gentilmente a las Cortes el ejercicio de ese poder fundamental.¿Derrota, entonces, ante esos conspiradores que echan un pulso al Estado? Que hay personas con poder social y económico empeñadas en derribar a Felipe González es una evidencia: lo han escrito y publicado; que hay periodistas e intelectuales dispuestos a sufrir persecución, ostracismo y hasta martirio para que todo el mundo se entere de que vivimos en una dictadura camuflada o bajo un estado de excepción es otra evidencia: lo escriben cada día y hasta recopilan sus artículos para que nadie lo olvide; que eso forme parte de una conspiración es tan absolutamente risible que el presidente no ha podido mencionarlo siquiera en su último y vacío discurso parlamentario.

Ni ante los diputados ni ante los conspiradores, este presidente se basta desde hace dos años a sí mismo para labrarse ante los ciudadanos sus propias derrotas. Pues, en efecto, si un presidente de gobierno argumenta que no ha ordenado, ni conocido, ni utilizado lo que ocurría en la cúpula de su más mimado cuerpo de policía, ni en la del ministerio del Interior, ni en la del espionaje militar, no podrá evitar que el público se pregunte atónito para qué sirve tal presidente. Es increíble que quien ha urdido esta autoexculpación para eludir toda sombra de responsabilidad en la quiebra sucesiva de algunos de los poderes, más sensibles del Estado no se percate- de que una vez reconocido que no ordenó, ni supo ni utilizó lo que se cocía en las calderas de esos organismos está abriendo una profunda crisis de confianza al admitir ante el público la inutilidad de su presencia al frente del Gobierno.

Es perder el tiempo insistir una vez más en que la única salida institucional a esta crisis consistía en haber reconocido la responsabilidad que le alcanza en todos estos asuntos y haber sometido su continuidad al Parlamento, única institución legitimada para confirmarle o retirarle la confianza. No ha sido así ni lo será. Por eso, el último debate deteriora un grado más la calidad de nuestra democracia no tanto por la gracia chabacana y el tono chulesco exhibí dos por los diputados de la oposición, sino porque lo sustancial, la permanencia de un gobierno presidido por González se ha decidido fuera del Parlamento, no se sabe a qué precio ni con qué plazos. Así, entrado en el debate como presidente de un gobierno en crisis, González sale de él como presidente de un gobierno interino. Y un presidente interino es un presidente derrotado.

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