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Tribuna:
Tribuna
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¿Ser?, ¿parecer?

Hay personas tan celosas que hasta tienen envidia de los defectos o errores ajenos. Así ocurre, por ejemplo, con ciertos políticos, escritores, profesionales de todas las especies que parece que les gustaría que en España se hubiera desarrollado la historia moderna de la corrupción como en Francia e Italia (Tangentópolis). Para unos, como en Francia, para pedir y conceder amnistía, y para los otros, como en Italia, para animar el cotarro y evitar que la fiesta decaiga (casos escandalosos de corrupción, jueces o fiscales estrellas, etcétera).Pero, por fortuna, o al menos eso creo y pienso yo, la situación en España no es la misma. A lo peor porque en España todo es más pequeño o subdesarrollado... O a lo mejor porque en España hemos tenido. la suerte o la aptitud política y social (sí, pese a todo) de cortar la podredumbre, o de intentarlo, con más anticipación. Y esto es algo de lo que debemos estar un poco más satisfechos; digo un poco más porque estarlo del todo sería como ser ciegos o tontos.

Por eso, y para empezar a decir algo de lo que quiero decir, me niego terminantemente a aceptar el catastrofismo voluntarista de unos o las malas tripas de los, otros. ¿A qué me refiero? A la justicia.

Y añado con no menos vehemencia que no me creo las encuestas en tanto digan que los españoles no tienen confianza en sus jueces (que es como decir que no tienen confianza en sus. médicos o en sus maestros), ni tampoco acepto que se diga que como los jueces no son de fiar hay que someterlos a estricta vigilancia y exigirles no sólo ser buenos, sino sobre todo parecerlo, como dicen que se dijo de la mujer del César. En esto me limito a parafrasear a sor Juana Inés de la Cruz, remitiéndome a los jueces: queredlos cual los hacéis o hacedlos cuál los buscáis. Los jueces, añado yo, salen del magma de las Españas, no de otra galaxia.

Ha bastado que en España haya ocurrido lo que todos sabemos para que descompongamos la figura y nos pongamos a hacer, como Don Quijote en Sierra Morena, protestas penitenciales con pataletas al aire, confundiendo, de paso, el culo con las témporas, la velocidad con el tocino y a los indecentes con los decentes (o al menos con los que pretenden serlo). Por, ello y porque y a me considero con libertad para decir algo -una vez que los tribunales han hablado- es por lo que someto al lector las siguientes observaciones.

Es de altísima tradición la concepción del mundo comoaparencial o fantasmal. Nada menos que Platón pensaba que las cosas que vemos no son más que sombras de su realidad, la cual no vemos. Recuerden el mito de la caverna. Ese pensamiento filosófico tiene, pues, su tradición y sus particulares aplicaciones en otras esferas. Apliquémoslo, por ejemplo, al mundo del derecho y nos encontraremos con las discutidas distinciones de forma y fondo, realidad o metáfora, ficción o apariencia, etcétera. Es una ficción la del hijo adoptivo, o la de la persona jurídica o la de un transatlántico como cosa inmueble. Esas ficciones pueden ser, y lo son, útiles; pero también pueden ser excesivas y susceptibles de abuso o fraude. En el mundo del derecho, más que de metáforas o de sombras, se habla de apariencias. De varias formas puede operar la apariencia en el campo de las relaciones humanas y jurídicas.

Por un lado, todo un sector progresista de la doctrina civil y mercantil, sobre todo en materia de sociedades, viene propugnando que la justa defensa de los intereses y derechos de los contratantes exige e impone ir a la realidad subyacente y para ello levantar, descorrer el velo jurídico que da forma a una sociedad. Se evita así que la apariencia impida entrar en el auténtico, meollo del conflicto de intereses. No se puede decir, por ejemplo, que yo no soy responsable de una deuda, sino la sociedad anónima que yo he formado, sobre todo si de esa sociedad soy yo el auténtico, el verdadero dueño. La sociedad es un testaferro, una apariencia, un velo que oculta una responsabilidad.

Desde otro lado o perspectiva se habla de la vinculación de los actos propios. Se considera que si yo actúo o me conduzco de cierta manera -con actos inequívocos- no puedo luego desdecirme y defraudar la confianza que los demás pusieron en mis actos o conducta. Cierto que mis actos no son expresos, pero sí tan claros y tan inequívocos (que no den lugar a dudas) que supondría una especie de fraude negarlos o no cumplir con su significado. Esos actos o conducta constituyen, cierto, una apariencia, pero es ya una apariencia externa, visible, que vincula porqué ha entrado ya en el ámbito del otro, del prójimo, el cuál, en virtud del principio de confianza (buena fe), puede exigir que se cumpla su contenido virtual.

Veamos ahora qué ocurre en el supuesto de la justicia y, más en concreto, en él debatido caso del viaje de ida y vuelta del juez Garzón, uno de los instructores, como es sabido, de sumarios contra altos cargos de la Administración, por delitos provistos en el Código Penal. Quiero, sin embargo, hacer una previa observación. Como, entre otros datos, este artículo que estás leyendo, desocupado lector, demuestra, la apariencia que se está dando es que nos importa más a todos la conducta personal del juez instructor que el tratamiento por éste de la materia corrupta que se trae entre papeles, Parece que el delito o Ios delitos que parecen haberse cometido por los presuntos implicados no interesan tanto como la figura del juez y sus presuntas intenciones, sentimientos o resentimientos. Yo, en este punto, he cerrado, la meditación con el siguiente y apodíctico dictamen: hay que curar, la llaga, pero no cortar el dedo que la señala.

Pero vayamos al punto final. La expresión "el juez no sólo debe ser imparcial, sino parecerlo" constituye una muestra de formulación equívoca que, además, puede conducir a una injusticia, a un enfoque erróneo perjudicial para la dignidad del juez (dignidad, por supuesto, susceptible de toda clase de crítica, siempre que ésta, como decía Antonio Machado, no se confunda con las malas tripas).

La citada expresión se relaciona o anuda con la hoy en boga llamada "imparcialidad objetiva", frase que tiene su misterio. En principio, y desde que lo oí por vez primera, me recordó aquel famoso truco procesal de la "anistad o enemistad objetiva", que un hábil abogado y político del antiguo régimen (del próximo, no del siglo XVIII) sostuvo para recusar a toda una Audiencia en pleno (la de Barcelona), fundado en que, siendo todos sus magistrados españoles y una de las partes en el litigio belga, lógicamente esos jueces iban a fallar o habían fallado a favor de la parte española. Claro: ¡todos los españoles, España incluida, somos amigos íntimos! No puede, por eso, un juez español juzgar un pleito con extranjeros. Naturalmente que el truco falló.

Con lo de la "imparcialidad objetiva" se indica, entre otras cosas, y en relación con la apariencia, que la imparcialidad se, quiebra o desaparece, para quienes han de ser enjuiciados, cuando el juez, con su conducta, puede, dar lugar a sospechas de parcialidad, sobre todo en el caso de que por su actividad anterior de carácter político en la Administración haya podido obtener conocimientos o datos influyentes para su juicio en la actuación judicial. posterior. Se trata, por lo visto, de un juicio de sospecha sobre una apariencia, sobre "lo que pudo" conocer el juez en su actividad administrativa o política. Y sólo por esa sospecha, con ese dato aparencial, no con algo inequívoco, se descalifica al juez. Pensamos, sospechamos, conjeturamos que ese conocimiento de no sé qué, inconcreto, difuso, abstracto, fantasmal, ha constituido o formado un prejuicio en la mente y voluntad del juez, capaz de inclinar la balanza de modo espurio, corrupto, injusto.

¿Es aceptable y correcta esa apreciación? No hace falta extenderse mucho en la respuesta. Ni la conjetura, ni la sospecha, ni la creencia sin más pueden ser base, esto es evidente e indiscutido, para un reproche legal, ni constucional. Ni siquiera, en buena doctrina, son suficientes los llamados indicios, salvo que de éstos -hablo de indicios objetivos, de datos, de hechos constatables- pueda deducirse de modo lógico y racional una consecuencia (llamada presunción y constitutiva de un medio de prueba legal).

Ningún juez o tribunal puede juzgar sobre las intenciones del hombre. Lo sabemos desde Beccaría y las Cortes de Cádiz: "El pensamiento no delinque" (este dicho se lo dedico a Haro Tecglen, a quien no tengo el gusto de conocer). Ningún juez, por muchas apariencias que se den (insisto: que no constituyan una posible presunción), puede entrar en el interior ajeno, ni hacer un juicio de intenciones. Ningún tribunal puede entrar ni quedarse en el reino de las sospechas.

La apariencia de parcialidad en el juez sólo puede ser vinculante cuando pueda deducirse de actos concluyentes e inequívocos, ni tampoco el juez puede introducir en un pleito o en un proceso datos obtenidos privadamente. Pero ¿y si esos datos son notorios, públicos y, además, delictivos?

Repito: declarado y decidido por el juez que conoció de la recusación de Garzón que no existía causa legal para ello, mucho esfuerzo dialéctico habría que hacer para -sin datos objetivos- sostener la inconstitucionalidad de una conducta procesal con fundamento en sospechas, creencias o en la (¿razonada?) posibilidad de influjos perversos por el conocimiento de datos o personas, posible conocimiento, por otra parte, que no ha aflorado a la causa.

En definitiva, es cierto que el juez debe ser y parecer imparcial, pero lo importante es que lo sea. La ley prevé y regula los supuestos en que "no lo parece" (amistad, enemistad, interés, parentesco, etcétera), pero lo que la Constitución no puede amparar es una interpretación extensiva en materia restrictiva, estatuyendo una nueva causa de recusación constitucional basada en la "simple apariencia de parcialidad".

Repito lo de la llaga y el dedo. Los jueces de la nación no deben tener, por supuesto, un plus de credibilidad, puesto que ellos mismos han de ganarse la confianza del pueblo; pero tampoco ha de privárseles de un margen de confianza, convirtiéndoles en los primeros sospechosos, si es que queremos que el Estado de derecho funcione. Desconfiar de la magistratura es un principio de disolución social, decía Balzac. Olvidar que el juez es el primer garante de nuestros derechos es renunciar a una verdadera democracia, donde todos los poderes se limiten, pero también se respeten.

Carlos de la Vega Benayas es magistrado jubilado del Tribunal Supremo y emérito del Tribunal Constitucional.

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