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Crítica:CLÁSICA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La gran orquesta de Castilla y León

La Sinfónica de Castilla y León, con su titular Max Bragado (Madrid, 1945), y la colaboración del pianista Joaquín Achúcarro (Bilbao, 1932), ofreció al público de la Filarmónica un espléndido concierto al que no pondría más reparo que la ausencia de música española y, concretamente, castellano-leonesa. Pudo seleccionarse un autor histórico, como Facundo de la Viña, gijonés de nacimiento y vallisoletano de adopción, o bien un actual tal Jesús Legido, Luis de los Cobos o Pedro Aizpurua.Por lo demás, todas las sesiones de la Sinfónica brillaron con magnificencia y el maestro Bragado luce una madurez y una musicalidad admirables. Canta y equilibra, respira e incorpora los silencios al suceder musical, como debe ser. De entrada, hizo una deliciosa interpretación de Pelleas y Melisenda, de Sibelius, que nunca se relaciona con Debussy pero, por momentos, nos recuerda las sutilezas de Faure.

Asociación Filarmónica de Madrid

Sinfónica de CastIlla y León. Director: M. Bragado. Solista: J. Achucarro, pianista. Obras de Cibellus, Rasmaninov y Chaikovski. Auditorio Nacional, 15 de junio.

En el Concierto en fa sostenido menor, opus 16, de Rasmaninov sentó, una vez más, plaza de virtuoso dominador y músico de altos quilates, Joaquín Achúcarro, situado desde hace tiempo entre los grandes pianistas de nuestro tiempo. No es comparable este primer concierto con los restantes y, mucho menos, con la Rapsodia-Paganini, pero vale la pena escucharlo en una tan excelente interpretación como la que nos dieron Achúcarro, Bragado y los profesores de Valladolid. La obra es de 1891 y no hay que exagerar, por lo mismo, el rezagamiento romántico del pianista y compositor ruso, quien debe menos a Chaikovsky de lo que suele decirse. De éste oímos la Sinfonía número 2, denominada Pequeña Rusia, gracias al tema popular ucraniano que se emplea en el último movimiento, tomado por el músico en Kamenka. También en el primer tiempo aparece lo tradicional, de modo que la actitud de Chaikovsky no fue, como músico, enemiga de la prédica y la práctica de los cinco de San Petesburgo, aunque se diferenciara de ellos en los procedimientos. Maderas y metales demostraron justa afinación, cohesión y belleza sonora y la flexibilidad luminosa de las cuerdas quedó patente en la tarde de éxito que se prolongó con el minueto de Bocherini.

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