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Emilio o la esencia

Vicente Molina Foix

Mi conocimiento de Butragueño se remonta a su infancia y nada tiene que ver con el balompié. Yo iba a comprar la loción after shave y los jabones y veía en la tienda a un niño rubito que no parecía pertenecer a las madres de la clientela. Tampoco voy a decir ahora que el niño mostraba ya, entre los dependientes y las cartulinas de oferta de los desodorantes, habilidad con la pelota. Era simplemente un niñito rubio y pecoso, tímido pero confiado, enredando en una perfumería.Pasaron los años y me mudé de casa, con lo cual dejé de surtirme de cosméticos en la Perfumería Butragueño, aún hoy sita en la madrileñísima calle de Narváez. No había olvidado la carita vivaz de aquel niño que vi crecer junto a la caja registradora del señor Butragueño padre cuando los amigos que están en el deporte me hablaron de un nuevo prodigio futbolístico que empezaba a ser legendario aun sin tener historia. Un día vi su foto en la prensa.

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La vida es así de caprichosa, y uno hace bien en sumar a sus antojos los propios. Por las mismas razones arbitrarias de espíritu de barrio por las que leí nada más aparecer el libro de Mañas Historias del Kronen (el bar originario está en la esquina de mi casa actual) me interesé por el Buitre, yo que no voy al fútbol, ni me acuerdo de conectar la tele cuando hay partido, ni dejo que los colores de ningún equipo se me suban a la cara. Me hacía gracia ver triunfar al niño de la tienda de esencias.

Lo que pasa es que Butragueño no sólo creció desmesuradamente, superando cualquier notoriedad de barrio, para hacerse una figura futbolística intemacional, sino que su perfil humano -el que yo, que me vería en aprietos, prácticamente arrinconado, si me preguntan qué es un córner, conocí mejor- haya sido probablemente el más auténtico, encantador y popular del deporte español actual.

De Butragueño gustó enseguida -y no sólo a la hinchada, capaz de distinguir sutilezas en un puntapié- su propio éxito temprano, su naturalidad arisca aunque simpática, sus aires de buen chico, formal pero nada bobo, que encima marcaba goles trascendentales para su equipo y para España. Otros jugadores recientes han llamado mi atención, siempre, lo confieso, por motivos espurios o ajenos al fútbol: Guardiola, porque tiene buen olfato literario, y Julen Guerrero, porque estudia -lo dijo una vez- la historia del cine. Butragueño también tiene una conexión nada pedante con el arte, la de comprar pintura contemporánea de calidad (con un gusto, que comparto, por el hiperrealismo mágico de Roberto González y su grupo), pero el nivel especial de simpatía que alcanzó entre la mayoría no era por ese prestigio artístico ni exclusivamente deportiva. Nos conquistaba su humana cercanía de jovencito cuyas travesuras en el área enemiga movían millones y pasiones, no tan alejada de la picardía angelical que ya mostraba el niño de los perfumes.

Hoy, cuando termina su carrera madrileña, se recuerdan sus gestas. La capitanía de los cinco magníficos de su quinta, la bragueta indiscreta que reveló a todo el país que Butragueño era no sólo un ariete peleón, sino hombre con atributos, los cuatro goles a Dinamarca en los Mundiales, celebrados hasta por los profanos (recuerdo haber visto el partido en casa de Juan Benet, que pretendió, llevado del fervor, saber de fútbol más que de Faulkner). Las vanidades del mundo, lo sabemos desde el barroco, se pudren pronto, pero oír hablar del declive de un pujante joven de 31 años, a la vez que entristece reconforta: cuando un día de éstos el balón del amor o la salud se nos estrelle en el poste, podremos irnos, si no a Japón, a otro campo de juego donde luchemos por mantenemos dignamente en mitad de la tabla de la vida.

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