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El aura de Butragueño

Si el Barça es algo más que un club, Emilio Butragueño ha sido algo más que un jugador del Real Madrid. El público del Barça, como el del Madrid, está predispuesto a negar el pan y la sal a las figuras del equipo antagónico y aun reconociendo el genio de Di Stéfano, Gento, Amancio, Velázquez, o Pirri ha sido inevitable cargarles del valor añadido de la conjura política o de lo demoniaco. Pero esta predisposición negativa ha tenido una excepción, como si la inquina del colectivo azulgrana se estrellara contra la substancia angélica de Emilio Butragueño, más deseado que odiado, secreta querencia del barcelonismo que hace dos semanas se emocionó cuando el jugador en traje de paisano pisó el césped del ya vacío Nou Camp como en pos de una ensoñación de sí mismo o en un acto de homenaje a un antagonismo que le había ayudado a vivir.¿De qué substancia está hecho Butragueño? Del mármol de las estatuas de los dioses jóvenes y buenos, que no suelen abundar. A Emilio te lo imaginas pendiente de ayudar a cruzar la calle a los ciegos y a los viejos, aunque sean ex árbitros o regalando ramitos de violetas a las seguidoras del equipo contrario. No se le conoce un comentario prepotente, ni una salida de tono y sí una voluntad ética que a los delanteros centros frágiles se les nota en el área. Así como aquel extraordinario jugador llamado Amancio hubiera podido ser también un campeón olímpico de salto a la piscina con patada a la luna, cuando Emilio Butragueño se ha caído en el área ha sido generalmente porque le han derribado. Otra cosa es que llevara el regate al borde del abismo, es decir, al borde de la zancadilla, y siendo ligero de carnes y de huesos, haya sido fácil derribarle. Pero la moviola ha demostrado casi siempre que Butragueño era fiel al código de caballería del Rey Arturo y sólo ha recurrido a la simulación en casos de defensa propia.

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Si éticamente ha sido irreprochable, como jugador estaba dotado de la magia de crearse un espacio propio que le acompañaba como un aura. Ésta es la palabra. Butragueño jugaba envuelto por un aura dorada y los defensas no sabían, no podían, no querían meter la pata en esa materia improbable que acompaña a los delanteros centros geniales y frágiles. Emilio era un jugador diferencial y cualquier público sabía apreciar esa diferencia, incluso el público del Barcelona que como todos los públicos padece el sobresfuerzo de ser madre, madrastra y ogro en el cuento de hadas de casi todos los domingos y algunos sábados. Butragueño era ese hijo futbolista que hubieran querido tener todas las madres del Estado de las Autonomías.

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