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Tribuna:CRÓNICAS
Tribuna
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Memorias de la ciudad

Juan Cruz

Los maestros transeúntes. Hace una semana, en medio del ruido de Madrid, Emilio García Gómez detenía su paso menudo ante el semáforo, rodeado de gente, solo, cerca de su casa. Enjuto, seco de piel, sobrio, decidido, y aún así poseído ya por la edad multitudinaria con la que ha dicho adiós a todo esto, el viejo maestro transeúnte miró confiado, a un lado y otro del mundo, comprobó -como se comprobaba cuando aún no había tráfico- que no venían coches por ningún lado y siguió hasta la Residencia de Profesores, un mediodía más, otro día de las jornadas incontables de su vida de hombre de a pie. Caminaba como si siempre viniera de algún sitio, apresurado, y en ese lugar hubiera estado en silencio; y como su estatura no le permitía ver desde sus ojos, en igualdad de condiciones, a la gente, tenía la mirada alzada, como de joven altivo que quisiera indagar en la vida y en la sabiduría de los otros lo que él aún no conocía. Como tantos maestros contemporáneos que siguen caminando para llegar a los sitios -Ayala, Torrente, Laín, María Rosa Alonso, Aranguren-, don Emilio García Gómez era en la ciudad una figura a la vez esencial y extemporánea, un testigo raro porque siguió creyendo, a pesar del ruido, que la historia -la que se estudia con mayúsculas- dura mucho tiempo, y hay que explicarla y saberla para no olvidarla y para hacerla para siempre propia. Acaso su paso de transeúnte por una ciudad de coches y de estruendo constituía una manera más de mostrar la sabiduría tranquila con la que subrayó su presencia en el mundo.Los maestros quietos. Esta misma semana hizo un año de la muerte de Juan Carlos Onetti, el maestro uruguayo que murió de veras de espaldas a la ciudad, lejos de su ruido y de sus huellas, acostado como los personajes de Caballero Bonald, irónico y ajeno a los halagos del tiempo. Fue el constructor de un universo de perdedores, y él genuinamente se sentía un perdedor; aunque no era un ser indefenso -tenía una memoria voraz y una ironía que parecía un martillo-, eligió ese exilio peculiar que le fue aliviado -y tan aliviado, por fortuna- por los jardines vitales que le regaló su esposa, Dolly Onetti, y en él vivió huyendo verdaderamente de la luz. Escribía y hablaba mucho mejor de noche, porque tenía el sueño cambiado, y daba lo que fuera por prolongar una sola cosa de la vida: la posibilidad de seguir escribiendo, aunque él supiera en la mitad de su ser existencialista que tampoco eso servía para nada. Decir que bebía whisky aguado -o vino tinto- durante todo el día es ya un lugar común; lo que verdaderamente queda de Onetti es esa mirada quieta, como de pez hallado fuera del agua, que tan bien retrata Ramón Chao en su libro Un posible Onetti, con la que recibía y despedía a sus insistentes visitantes. Él no bajaba nunca de la cama a departir con ellos, porque, según decía, podía morderle su perra en las canillas; pero desde lo alto de aquel camastro de hospital, echado de medio lado, siguió viendo el mundo con la lucidez de los quietos, como José Lezama Lima o como Robinson Crusoe. En esta época en la que vuelve a hablarse de ganadores -los jóvenes regresan al brazo en alto para ponerse contentos, y algunos fabrican manos de trapo con los dedos de la victoria-, está bien que venga a la memoria esta figura irrepetible, que siempre vemos hablando en el más absoluto silencio con Juan Rulfo. Como en las sombras invertidas de Sunset Boulevard, a veces la ciudad del mundo se adorna de personajes verdaderamente admirables que no hicieron de la fama o del ruido parque de la ansiedad de vivir, y se quedaron quietos para dejar hablar al viento. .

Sombras de la feria. Vuelve el ruido de la feria, el calor, el olor a palomitas de maíz, los altavoces con los nombres de los escritores marcando el camino del público, y de nuevo vuelven al Retiro de Madrid los poetas a los que nadie escucha a explicar la bondad de su mercancía, a ofrecer por dos duros lo que ellos fabricaron con sus manos; hojas volanderas a veces, otras veces volúmenes humildes; con su lomo y. todo, en el que ellos ripian la vida -la ansiedad de vivir- y sus deseos. Nadie les llamará jamás a firmar a una caseta, pero ellos insisten en firmar, en hacer presente su verso y su rito, para ganar unos cuartos y también como si en su humildad entrañable hubieran sentido el antiguo deseo de la fama, y cumplieran con él mientras los que firman mucho aguantan sentados el polvo de la feria.

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