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Tribuna
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Esperando a Jospin, inútilmente

Como ya se advirtió en junio de 1993, las legislativas de aquel mes fueron las últimas elecciones en las que un amplio sector de la sociedad, demócrata y moderadamente de izquierda, concedía una letra a plazo al partido socialista liderado por Felipe González. Sólo en el último momento -y queriendo paliar la anunciada victoria de la derecha más que asegurar un nuevo triunfo del PSOE, salieron entre dos y tres millones de electores de su indecisión y votaron otra vez las candidaturas socialistas. La letra venció pronto, el día mismo en que "asumir la responsabilidad" por la financiación ilegal se convirtió en el reforzamiento de Alfonso Guerra en la comisión ejecutiva. Desde ese momento quedó claro que el partido refundado en 1974 bajo la dirección del grupo sevillano no podía funcionar 20 años después amputado de uno de sus miembros.Ese partido es, en su modelo organizativo, el resultado del proceso de absorción por el PSOE de los pequeños partidos socialistas que pululaban en la escena política a mediados de los años setenta. Había entonces dos caminos posibles para alcanzar la unidad: que cada cual mantuviera su propia organización para formar entre todos una especie de confederación de partidos socialistas; o crear un único partido con unas competencias reservadas a los organismos centrales de dirección y otras a las diferentes organizaciones autónomas. Éste fue el modelo impuesto por el grupo sevillano y, muy particularmente, por González y Guerra, que se negaron rotundamente a cualquier acuerdo en el que su partido se confederara con otros en pie de igualdad. La unidad así lograda se reforzó con el tipo de organización interna aprobado en 1979, que hacía prácticamente inamovible a la dirección y ahogaba la posibilidad de formación de facciones o de aparición de personalidades con peso propio dentro del partido.

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Este gran hallazgo del grupo sevillano se redondeó por la fusión en un solo y disciplinado partido de las dos caras tradicionales de la socialdemocracia europea en versión adaptada a la sociedad española. De las dos almas del socialismo, González representaba la reformista, atractiva para la clase media urbana, mientras Guerra, en obligada ausencia del alma revolucionaria, aportaba el ademán y el discurso populista y, lo que fue más decisivo, aseguraba la fortaleza de la organización, fundamental en la tradición socialista, con su componente de fidelidad entre correligionarios, de orgullo de pertenencia a una comunidad, de redes de amistad política, de premios a los fieles y exclusión de los díscolos. González era la garantía de triunfo electoral, la promesa cumplida de progresiva ocupación de parcelas de poder; Guerra era la garantía de organización, de que una vez ocupado el poder era imposible que se produjera una rebelión de hipotéticos barones. De esta forma, el grupo sevillano creó algo insólito en la historia política española: un partido con fuerte atractivo electoral entre las clases medias urbanas y sólidamente asentado, con una organización muy disciplinada, en las poblaciones intermedias y en las áreas rurales. Ése es el partido y el tipo de dirección que ha garantizado el triunfo en cuatro elecciones generales y que ha impedido durante años el crecimiento de la derecha.Pero ése es también el tipo de partido y de dirección que obstruye los cauces de renovación de su coalición dirigente. Cuando ocurrió la escisión en la cima y González se alejó, de Guerra alentando la salida a escena de un grupo renovador, muchos alcaldes de poblaciones medias o pequeñas mostraron rápidamente su inquietud y evitaron declararse de una u otro facción. Eran desde luego fieles a Felipe pero no comprendían que rompiera con Alfonso y añoraban los buenos tiempos en que la unidad brillaba en el seno de la familia. González debió comprender que no controlaba el partido y, en lugar de optar por la renovación, eligió la integración, lo que produjo en la práctica un notorio debilitamiento de la ejecutiva federal, hoy sin rumbo y sin fuerza, el auge del poder de los dirigentes territoriales, la retirada a los cuarteles de invierno de la facción guerrista, a la espera de un desastre electoral que barriera a González dejando intacta la organización local y, en fin, la evaporación de los renovadores, sin bases propias, sin organización, sin capacidad para mantener el orgullo de pertenecer a una comunidad.

De ahí que, acuciados por los escándalos y obligados por los reveses electorales a renovar el personal dirigente, pero bloqueadas las vías de sustitución normal de elites, todos suspiren ahora por un Jospin español. Es la primera tentación, la más simple, porque es la que ahorra el esfuerzo de pensar si acaso no es el tipo de partido y dirección creado entre 1974 y 1979 lo que ha entrado en crisis al mostrarse incapaz de renovarse para mantener su amplio atractivo electoral. La salida más fácil sería buscar un sustituto de González colocando en su lugar a alguien que, sin tocar la organización, atraiga de nuevo lo que González se muestra ya incapaz de conservar: el voto joven, de clase media, urbano. Del resto, ya se encargará la organización, que resiste firme en los ámbitos semiurbanos rurales.

Salida impracticable

Es la salida más fácil, pero una salida impracticable, González, que se encargó en su día de cerrarla, lo sabe y por eso repite con tanta facilidad y tan poco coste, su conocido estribillo de que su cargo está siempre a disposición del partido, etcétera. El problema consiste en que en un partido que con tanto esmero ha cuidado que no surgiera algún líder con una base propia de poder, ese Jospin español tendrá que pedir permiso al secretario general para ocupar su lugar o recurrir directamente a las agrupaciones para desplazarlo, tarea de cíclope, no alcance de manos simplemente humanas. A no ser, claro está que los dirigentes de los partidos de las comunidades autónomas, a la vista de los resultados electorales que les esperan si la situación actual permanece, montaran una gran conspiración para relevar a la vez a Felipe González y a Alfonso Guerra. Pero eso implicaría volver al principio de esta historia, reconocer que el peso efectivo ha pasado de hecho de los secretarios generales de comunidades autónomas y refundar partido sobre el modelo confederal tonces desechado. ¿Quién está dispuesto a emprender tan gran mudanza en tiempos de tantísima tribulación?

Santos Juliá es catedrático de Historia del pensamiento y de los Movimientos Sociales de la UNED .

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