Espíritu de escalera
El espíritu de escalera es la retrasada iluminación sentida por un polemista derrotado mientras desciende hacia el portal, sin posibilidad ya de regresar al salón del debate, al venirle a la memoria el argumento contundente, la frase ingeniosa o el dato certero que le hubiese permitido machacar a su adversario. Ahora que algunos socialistas consideran conveniente presentar otro candidato a la presidencia del Gobierno (o a la jefatura de la oposición) para las próximas elecciones generales, Felipe González tal vez viva el síndrome de haber incumplido su propósito de no encabezar las listas del PSOE en 1989 y en 1993.Numerosos testimonios acreditan como cierto que Felipe González verbalizó esa intención abandonista, de manera reiterada y ante diversos interlocutores, entre la primavera de 1988 y el verano de 1992; el significado último y los objetivos latentes de ese amago que no llegó a materializarse están abiertos, sin embargo, a las más diversas interpretaciones. Resulta inverosímil que Felipe González fingiese ese toque de retreta con la finalidad de chasquear a los demás partidos o de poner al descubierto -como la campaña de las cien flores promovida por Mao para segar la cabeza de sus competidores- las ambiciones de los aspirantes a sucederle; en sus consultas los psicoanalistas no suelen encontrar motivaciones monocausales de la conducta humana tan desnudamente maquiavélicas o tan toscamente malvadas. Con su proyecto de retirada Felipe González se limitó probablemente a dar rienda suelta a las ensoñaciones libertarias que suelen compensar imaginativamente a los profesionales aburridos con el ejercicio continuado de un oficio a la vez empobrecedor e inabandonable.
Los libros de memorias y el trabajo de los historiadores mostrarán algún día los pasos del proceso mental que llevó a Felipe González a la realista renuncia de esa ensoñación ilusoria vivida inicialmente de forma sincera. El aferramiento a las posiciones duramente conquistadas en la lucha política, el carácter abstracto y estadístico de las relaciones de los gobernantes con la sociedad tras muchos años de mandato, los mecanismos de autoengaño orientados a fijar condiciones suspensivas de imposible cumplimiento para. la ejecución de las promesas (por ejemplo, la inviable candidatura de Serra o la no menos imposible unanimidad de la Ejecutiva del PSOE para designar al sucesor) y las pulsiones megalómanas de los profesionales del poder a considerarse insustituibles suministraron seguramente letra y música al adulatorio coro cortesano de brujas y hechiceros macbethianos plenamente conscientes de que su carrera dependía exclusivamente de la continuidad de Felipe González en el Palacio de la Moncloa.
Tras los resultados electorales del 28- M, el PSOE acampa en un descansillo de la larga escalera que separa al gobierno de la oposición; el generalizado temor a que las tendencias favorables al PP sean irreversibles pugna con las voluntariosas esperanzas de una recuperación socialista capaz de recortar o invertir las distancias en las próximas legislativas. Tal vez Felipe González rememore estos días las oportunidades desaprovechadas para abandonar voluntariamente el poder a tiempo y conservar así la posibilidad de regresar posteriormente por mandato de las urnas. Ahora, la decisión de concurrir o no como cabeza de lista del PSOE en las próximas elecciones generales le resultará bastante más difícil y costosa: si renuncia, será comparado con el capitán que abandona el barco en vísperas del naufragio; si mantiene su candidatura, será acusado de ocluir la renovación socialista. Y en ambos casos sus adversarios internos y externos le endosarán la eventual pérdida de las elecciones: o por haberse ausentado en los funerales o por haber presidido el entierro. Algo se mejante le sucedió a Suárez durante la segunda legislatura democrática: la política es un oficio cruel y brutal que arrincona en oscuros callejones sin salida a sus más dotados profesionales. En las películas de Steven Spielberg siempre hay un pasadizo que permite al protagonista escapar de la trampa mortal, la subida de las aguas o el derrumbamiento del templo; aunque con menor frecuencia, las encerronas políticas también ofrecen en ocasiones resquicios para encontrar una salida. Es probable que Felipe González siga considerando válidas las razones que le aconsejaron hace siete años plantearse su discontinuidad como candidato a la presidencia del Gobierno y su permanencia como secretario general del PSOE; en tal caso sería obligado que expusiera públicamente sus argumentos y que los restantes dirigentes socialistas abandonasen sus amedrentados, humillantes e infantiloides silencios. Hasta la oleada de escándalos de 1994 no existían dudas razonables acerca del valor añadido electoral que la candidatura del actual presidente del Gobierno aportaba al PSOE; baste con recordar la inversión de tendencias producida el 6-J. No es seguro, en cambio, que la situación sea idéntica dentro de uno o dos años; y menos aún que los cálculos de conveniencia a corto plazo y siempre aproximativos de una organización justifiquen el achicharramiento a fuego lento en la parrilla de un político tan importante para la España democrática como es Felipe González.
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